Que la propiedad de la tierra en nuestro País está enormemente concentrada nadie lo puede negar. Eso es particularmente sencillo de ver en el sector rural, pero su reflejo en lo urbano no le va a la zaga. Esa característica de la estructura de la propiedad del suelo urbano es la base de la falta de soluciones al déficit habitacional de los sectores sociales de menores recursos. Pero, ¿cómo se llegó a esto?
La década de los ’90 significó la acentuación de un proceso basado en los paradigmas del neoliberalismo, con un Estado desentendiéndose de las que habían sido siempre sus obligaciones insoslayables, con una progresiva concentración de la riqueza en cada vez menos manos, con la destrucción de cuanta Institución o Empresa del Estado sirviera a los sectores más pobres. De ello no escapó el sistema de construcción de viviendas sociales, que sufrió un ataque despiadado del mercado concentrado de especuladores inmobiliarios para apropiarse del dinero que el FONAVI disponía para esos fines.
La herramienta utilizada para disminuir hasta casi la nada al FONAVI fue la descentralización, que sólo transfirió la supuesta decisión sobre como utilizar los fondos que nunca o poco llegaron, producto de la profunda y previsible agudización del proceso de deterioro económico de la segunda mitad de esa década infame.
El resultado de esas políticas generó una disminución enorme en la construcción de viviendas de interés social, como así también la aparición de algunos programas de mejoramientos de villas miseria atados a créditos internacionales con demasiadas exigencias que poco han hecho por cambiar una realidad de exclusión que crecía exponencialmente.
Los cambios sucedidos luego de la “explosión” del modelo neoliberal, y ya con mayor énfasis después del 2003, han modificado las características de los sistemas aplicados para la construcción de viviendas, con la aparición de los Programas Federales, adjudicados a las Provincias por fuera del FONAVI. Nada es inocuo, y tras el beneficio indudable derivado del aumento en la construcción de viviendas sociales, con conjuntos cada vez más grandes, se produjo una explosión de la demanda del suelo urbano, con los obvios resultados de aumentos en los precios de la tierra en las ciudades.
Junto a esta realidad, derivada sin dudas de una buena intención como es la proveer de soluciones habitacionales a sectores de menores recursos, se produjo el “boom” constructivo observado fundamentalmente en las grandes ciudades (Rosario es un ejemplo dramático de ello). Este aumento exponencial en la construcción de edificios destinados a clases medias y medias altas, junto al desarrollo de esas retrógradas expresiones de un urbanismo claudicante, como son los barrios cerrados, también contribuyó al consumo del espacio urbano, ocupado con estos tipos de emprendimientos que sólo se realizan para el resguardo especulativo de los inversores, básicamente de aquellos rentistas sojeros que obtuvieron ganancias inéditas.
Así es que disminuyen en estas grandes ciudades las inversiones en viviendas sociales en relación al total de lo construído, o al menos se estancan, producto del interés de los gobiernos locales por satisfacer las demandas de esos inversores, prefiriendo derivar sus esfuerzos a generar servicios para esos sectores privilegiados y desatendiendo a los menos favorecidos y mucho más a los eternos excluidos.
La negación de la planificación
En la década del ’90 se dio como seguro y terminante que las regulaciones del Estado eran negativas. La planificación urbana no podía escapar a esa tendencia, y así se aseguraba, sin vergüenza, que la “planificación general no sirve para nada, es sobre-regulación y aumenta el costo del suelo; hay que desregular, negociar el suelo y trabajar por proyectos individuales, con asistencia social no generalizada”. El colmo del cinismo y el desprecio a los excluidos del sistema.
Por supuesto que no todos los planes urbanísticos son, sólo por serlo, beneficiosos para los objetivos de mayor y mejor inclusión de todos los habitantes como ciudadanos. Si observamos con atención las normativas urbanísticas sobre uso del suelo, vamos a notar que las ciudades construidas en base a ellas terminan por generar un bajo porcentaje de sus territorios ocupados respetando las Normas. Las reglas se establecen en general de manera de otorgar las mejores áreas de las ciudades a los sectores sociales más pudientes, aún cuando no se edifiquen. Los sectores de menos recursos terminan ocupando los resquicios urbanos, aquellos espacios insterticiales que los ricos desdeñan. La otra solución es, para los pobres, alejarse cada vez más de los centros de las urbes.
Otro dato importante y revelador de esta realidad lo constituye la densidad. Los mejores terrenos son ocupados con muchos metros cuadrados construidos y poca gente que los habite, mientras que en las periferias se agolpan en densidades hacinantes los más pobres.
El problema básico es que las Normas han sido proyectadas y decididas por muy pocos, con el claro objetivo de mantener los privilegios en el uso del suelo con una tremenda concentración en pocas manos, convirtiendo a la ciudad en una “máquina” de exclusión que atrae habitantes y excluye ciudadanos. No existe mejor ejemplo de todo esto que los barrios cerrados, cumbre indudable del proceso de exclusión de estas ciudades segregacionistas.
Las salidas
Lo primero que cabe es hacer visible aquello que aparece tapado o soslayado, generar inclusión modificando las formas de atacar el problema del suelo y la vivienda para los más pobres. Comenzar a utilizar los propios espacios ocupados anárquicamente, transformándolos con nuevos ordenamientos espaciales, viales, infraestructurales y de servicios urbanos básicos. Modificar la actitud de las autoridades en cuanto a las condiciones irregulares de ocupación de tierras, encontrando formas de generar regulaciones de las mismas. Producir alternativas a “la propiedad” como única salida, modificando la cultura patrimonialista de nuestra sociedad, abriéndose a nuevos conceptos como el uso del alquiler como estrategia de acceso a la vivienda. En definitiva se trata de promover a la vivienda y el suelo como bienes de uso y no de especulación.
Todo ello sólo es posible con participación popular. La participación de toda la población en las planificaciones urbanas es condición insoslayable para lograr estos objetivos de inclusión y ciudadanía real para todos. La participación en la planificación no debe ser algo formal, sino que deberá involucrar activamente a quienes justamente deben resultar resarcidos de tantos años de abandono y exclusión.
Es imprescindible contar con un relevamiento minucioso de las tierras fiscales que puedan ser útiles para planes de viviendas populares; se debe generar un mapa permanente de precios de las tierras urbanas; se debe atacar la solución del problema de la falta de hábitat no sólo construyendo nuevos barrios; también puede lograrse el acceso a las viviendas mediante micro-intervenciones que densifiquen áreas poco pobladas, con procesos de completamiento de los huecos urbanos utilizando terrenos individuales baldíos.
Puede y debe gestionarse y concretarse la adquisición por parte del Estado de tierras en forma masiva con destino a viviendas, con provisión de infraestructura y equipamiento comunitario, para impedir la especulación inmobiliaria que se produce al anunciar algún plan de vivienda próximo a aplicarse.
Resulta ya impostergable comenzar a utilizar métodos de captación de las plusvalías que los privados reciben al beneficiarse de las acciones del Estado a través de las mejoras infraestructurales y ambientales. El Estado debe asegurar el justo reparto de los beneficios de esas plusvalías entre los propietarios y el resto de la comunidad, y para ello existen infinidad de métodos ya probados en diversas ciudades del mundo con gran resultado.
Conclusiones
No descubrimos nada si decimos que solucionar el problema de la vivienda social es sumamente complejo. El crecimiento demográfico y las migraciones a las grandes ciudades complejizan el proceso que se encare, a veces impidiendo llegar a los objetivos deseados de inclusión absoluta. La demanda de parcelas urbanas por parte de los “sin techo” es creciente y angustiante. La lógica necesidad genera las ocupaciones de tierras con urbanizaciones informales. Y podemos ver entonces que esa demanda es más sobre el suelo que sobre la vivienda, por la tradición de autoconstrucción que existe en este sector social.
Resulta necesario apoyar todo tipo de acción que propenda a llegar a las viviendas a las familias, ya sea a través de programas estatales, o por autoconstrucción, o mixtas. Y es imprescindible que en cualquier caso los demandantes participen activamente desde la misma generación de las políticas que les permitan por fin acceder a sus viviendas dignas. Hay que acabar con ese pensamiento reaccionario, retrógrado y excluyente, que dice que a los pobres hay que brindarles soluciones de menor calidad, hay que ofrecerles lotes más chicos, hay que instalarles infraestructuras de bajo costo, porque no pueden pagar.
Peor aún resulta ese mito de que el pobre no quiere pagar. Los pobres son quienes más caro pagan por el derecho a la ciudad, incluso mucho más que los que más tienen, porque padecen los pocos y malos servicios de los que se les provee, debiendo soportar la falsa estimagtización de sacar ventajas del sistema porque ocupan áreas urbanas sin pagar impuestos. En realidad les cuesta mucho más que al resto de la sociedad acceder a bienes similares, por la falta de acceso a los créditos de menores intereses por no tener suficiente respaldo. En definitiva, los pobres son en realidad los mejores pagadores, porque no pueden perder las pocas oportunidades que tienen de acceder a un poco, sólo un mínimo de dignidad.
Peor aún resulta ese mito de que el pobre no quiere pagar. Los pobres son quienes más caro pagan por el derecho a la ciudad, incluso mucho más que los que más tienen, porque padecen los pocos y malos servicios de los que se les provee, debiendo soportar la falsa estimagtización de sacar ventajas del sistema porque ocupan áreas urbanas sin pagar impuestos. En realidad les cuesta mucho más que al resto de la sociedad acceder a bienes similares, por la falta de acceso a los créditos de menores intereses por no tener suficiente respaldo. En definitiva, los pobres son en realidad los mejores pagadores, porque no pueden perder las pocas oportunidades que tienen de acceder a un poco, sólo un mínimo de dignidad.
*Miembro del Centro de Estudios Populares
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