En la nota publicada en el Diario La Capital del 8/2/10, la Asociación de Empresarios de la Vivienda y el Colegio de Arquitectos explican las razones del corrimiento de las inversiones en construcción de edificios de departamentos hacia los barrios, como producto de la aplicación del nuevo Código Urbano que impide construir más de 7 pisos en el Área Central y otras limitaciones similares en el primer anillo perimetral.
Todo lo que dicen los representantes de estas Instituciones refieren a un solo tema: el costo-beneficio económico.
Ahora: ¿es lógico que el representante del Colegio de Arquitectos emita sólo “reflexiones” idénticas a las de los inversores inmobiliarios? ¿No debiera ocuparse mejor de ver y estudiar las consecuencias urbanísticas que esta situación va a provocar?
Lejos de acordar con el Código Urbano sancionado en 2008, las preguntas tratan de ubicarnos en los roles que culturalmente se han forjado en el tiempo, donde los arquitectos no sólo construimos edificios, sino urbes y, por lo tanto, estamos obligados a establecer correspondencia entre las construcciones que proyectamos y las posibles afectaciones a la calidad de vida urbana que podamos generar.
En ese sentido y desde esa posición fundamental de “urbanistas” que nos es inherente, no es posible mirar lo que está sucediendo y aceptarlo sólo como parte integrante del proceso generado por la especulación inmobiliaria (como actores del negocio de la construcción), basándose sólo en los costos de los terrenos, sus dimensiones y la tasa de recuperación de la inversión, sin tratar de generar una conciencia clara sobre los daños producidos por la caótica forma con la que se levantan las nuevas construcciones.
Si bien los condicionamientos económicos son importantes para elegir un lugar donde habitar, también lo es la calidad ambiental que rodea y donde está inmersa esa vivienda. Se elige no sólo la vivienda sino básicamente el barrio, sus características culturales afectadas por su morfología. Permitir el asentamiento indiscriminado de edificios de gran porte en medio de barrios de viviendas bajas puede llegar a afectar tanto al ambiente conformado y deseado por sus habitantes, que termine por destruir esas condiciones y esa cultura tan especial.
Ni que hablar de la infraestructura. Las sobrecargas que pueden provocarse en los servicios básicos (aguas, cloacas, energía) seguro redundarán en daños a la calidad de vida de los vecinos establecidos, porque nunca se adoptan medidas previas que lo impidan. No hace falta más que ver lo que sucede en el área central, sobre-saturado de edificios que provocan afectaciones y hasta colapso en los servicios, que terminan perjudicando a los propios habitantes del lugar y al resto de los ciudadanos.
Como se dijo antes, el Código Urbano vigente dista mucho de ser lo que Rosario necesita. Lo que allí se pergeñó no es más que una espasmódica, tardía y errónea reacción a los hechos consumados. El Área Central de Rosario a terminado en un amontonamiento indiscriminado de edificios, basados en la destrucción del patrimonio arquitectónico de otras épocas y el resultado de ignorar, por parte de las Autoridades, las ventajas del aprovechamiento de ese patrimonio y su valor potencial, transferible a otros sectores de la urbe, donde ordenadamente podría haberse comenzado a desarrollar una Ciudad con mayor calidad ambiental.
No está mal correr los ámbitos urbanos destinados a la construcción de edificios de gran porte. El problema radica en que no puede dejarse tamaña responsabilidad solamente en manos del mercado inmobiliario. La especulación inmobiliaria no puede planificar una ciudad. Sólo forma parte de la actividad económica que interviene en su desarrollo, pero lo hace en función del interés de los inversores, no del conjunto de la población urbana. No es una estigmatización, es una realidad. No se critica su actitud, sino la de quienes teniendo la responsabilidad de conducir una urbe tan importante, no son capaces de entender que sus acciones (y sus inacciones) marcan para siempre la morfología urbana y, con ello, la calidad de vida de sus habitantes futuros.
Eso, el futuro, es lo que nunca aparece en la agenda real de este Gobierno Municipal. Y no es que no planteen un futuro, sino que lo hacen a través de faraónicas propuestas que no modifican lo esencial, sino sólo lo visible, lo muy visible.
A los actores responsables de esta nueva “enfermedad” urbana, les sugerimos humildemente que al menos podrían fijarse como mínimas metas, el asentar los nuevos edificios sólo en los principales corredores urbanos, como gustan denominar hoy día a las avenidas o calles de mayor ancho, tránsito y actividad comercial, como método para no afectar en demasía la vida de los barrios, al menos en lo morfológico. También podrían gestionar mejoras infraestructurales previas a los asentamientos, para evitar los mayores impactos en los servicios que provocan tales emprendimientos.
Claro que pretender una auto-regulación de este tipo parece más utópico aún que pensar en una sola acción positiva de planeamiento urbano por aparte de las Autoridades actuales.
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