viernes, 1 de septiembre de 2023

UN AÑO DE SOLEDAD

Por Roberto Marra

Memoria, verdad y justicia”, es un eslógan paradigmático de las luchas populares argentinas, que buscó y sigue buscando desentramar los sucesos acontecidos en la dictadura que precedió al actual período de cuarenta años de relativa estabilidad institucional. Pero también ha sido adoptado para otras diversas circunstancias o hechos donde la vulneración a los derechos fundamentales forma parte del procedimiento de los poderosos para evadir responsabilidades. Sin embargo, aún con la fuerza que esa frase contiene y pregona, la realidad manipulada por los enemigos de esas definiciones ha ido construyendo un relato penetrante de las consciencias sometidas, lo suficiente para que el olvido, la mentira y la iniquidad ganen la partida.

Hace exactamente un año, dos balas se negaron a salir de la recámara del arma manipulada con cobardía por un miserable ser humano, complotado con otros tantos de su misma condición canallesca, para terminar con la vida de quien resulta ser el sumun del odio clasista en Argentina, la persona que reúne en sí las condiciones para que al Poder Real se le erize la piel, el ser que se atrevió a enfrentarlo como nadie en este período democrático.

La persona más atacada, la dirigente más estigmatizada, la lidereza de mayor predicamento popular de los últimos tiempos, fue víctima de ese intento de magnicidio frustrado que, de haber sido efectivo, tal vez hubiera transformado la cotidianeidad en un infierno de violencia y dolor inmensurable. Y el “tal vez” tiene fundamento en lo acontecido después. O en lo “no acontecido”, para decirlo con apego a la verdad.

La actuación del Poder Judicial, con las aberrantes metodologías anticonstitucionales, con la conformación de “camarillas” de jueces y fiscales renegados de los preceptos que juraron defender, con la asunción de personajes casi demoníacos en los cargos más relevantes, se fue encargando de promover juicios enancados en relatos mediáticos previamente convenidos entre ellos, quienes los designaron, junto a los Magnetto y compañía.

Bastó esa entente perversa y descalificadora para promover el odio irracional de millones de embrutecidos mediáticos. Fue suficiente la estigmatización de Cristina y su entorno como “ejes del mal”, para remover viejos atavismos antipopulares, muy caros para las clases que aprendieron a detestar a sus benefactores antes que a comprender los tiempos en los que sobreviven. Y por allí fue ganando predicamento la “verdad mentirosa” comunicada con fervor por los lúmpenes del periodismo que dominan el espectro comunicacional.

Lo fatal de este relato de lo acontecido, es la reacción popular. El cariño hacia Cristina ante la malversación judicial, demostrado hasta el mismo momento del intento de asesinato, se transformó en parálisis, en inacción absoluta, en simples frases condenatorias sin correlato con la magnitud del hecho. El “quilombo que se iba armar” quedó abandonado a las puertas del oprobio. La resignación del “no se puede”, victimario principal de los últimos años de cobardía gubernamental, se transformó en realidad miserable frente al hecho más degradante de la política nacional de los cuarenta años de ¿democracia?

El miedo ganó a las multitudes que ya no son. Una mayoría de paralizados sólo atinan a esconderse detrás de supuestos peligros si se desatara la obvia rebelión popular frente a ese hecho aberrante. La dirigencia que nunca terminó de aceptar la preeminencia de Cristina sobre ellos, el peso específico de su liderazgo, aprovechó la circunstancia para correrla hacia un lado, intentando provocar el olvido como el arma que esta vez no falle, abonando los discursos de los peores adversarios ideológicos.

Las multitudes que no son, las rebeliones que no se dan, las palabras que no se dicen, las políticas que no se deciden a tiempo, los retrocesos ante el embate mediático provocador, las rendiciones ante el Poder Real y sus cómplices imperiales, son la moneda corrupta con la que se le paga a semejante cuadro político tanto esfuerzo por intentar modificar las raíces de los dramas populares.

Sola, abandonada a su suerte, denostada por los extraños y segregada por los (supuestos) propios. Así se intenta borrarla de la vida cotidiana, alejarla de la consideración popular, anular los efectos de sus mensajes, siempre constructores de mejores porvenires. El enemigo se agranda sin su palabra señera. La brutalidad y sus mensajeros payasescos ganan la consideración de gran parte de la población, obnubilada por las pantallas de la opresión y el engaño. Y la desmemoria, la mentira y la injusticia, son los nuevos valores que alimentan la máquina del retroceso hacia el abismo del pasado.

 

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