El adjetivo “soberbio” tiene dos acepciones absolutamente contrapuestas: una refiere a la altivez, la arrogancia, la suficiencia, la altanería, la vanidad, la inmodestia; la otra, a la excelencia, la majestuosidad, lo sublime, lo regio, lo admirable, lo insuperable. Resulta difícil encontrar a quienes reunan ambas características, pero no imposible. Es que en el mundo de la política estos rasgos extremos pueden llegar a tocarse, o por imperio de la incomprensión de la realidad que se enfrenta, o por ambiciones desmedidas de poderíos que sólo parecen poder expresarse por la fuerza que puedan demostrar unos sobre otros. Fuerza que no siempre está basada en la razón, sino en la terquedad del soberbio en cuestión.
No es malo un poco de soberbia en algunos casos, siempre y cuando se contenga ante la evidencia de los errores a los que pueda conducir su persistencia. Un poco de altivez, en un dirigente, tiene la impronta del dominio de la palabra firme, la seguridad en la conducción, el padrinazgo de la realidad para vencer a la falsedad. Pero cuando tal condición se muestra irreductible ante lo evidente, sólo puede mostrar la debilidad de los razonamientos que intenten sostenerla.
Ahí es cuando saltan los espasmos de autoritarismos, impropios en quienes pretendan ejercer con lealtad hacia sus dirigidos sus dotes de conducción. Ahí es cuando llega el momento clave para quien dirige la acción de un movimiento político, para demostrar que su excelencia, la razón de la admiración que despierta por lo insuperable de sus actos históricos, tienen que bajar al llano de la realidad que le reclama otra actitud, una nueva condición, una comprensión superior del proceso constructivo de la sociedad mejor que siempre ha sido su norte. Y mover otras piezas en el complejo tablero del tiempo nuevo que necesita de actores nuevos, sin dejar de ser conducción ni rebajar la altísima prestancia de lo sublime de su capacidad.
La historia la construyen quienes comprenden la realidad y ajustan sus actos para hacer posible los sueños de cambios reales y duraderos frente a los dolores de la sociedad avasallada por los “demonios” que sólo pretenden someterla. Un paso distinto puede elevar a quien se sabe con condiciones innatas para conducir, asegurando el triunfo de los objetivos comunes por sobre las vanidades individuales, de los mejores cuadros de su propio cuño por sobre los asesinos de esperanzas.
En ese instante cósmico del paradigma político nos encontramos hoy, donde se hacen imprescindibles las decisiones que permitan soñar de nuevo, esperanzarse otra vez, buscar con mejores probabilidades el tirunfo sobre las bestias pardas que están demoliendo la Nación, haciendo añicos a todo un Pueblo, sometiéndolo a las penurias más obscenas, cometiendo un genocidio encubierto con palabreríos insultantes hacia sus víctimas.
Esas víctimas que buscan, desesperadamente, una voluntad superior de sus otrora admirados dirigentes, un acto de constricción individual, una entrega sublime de sus sobresalientes conocimientos, para convertir esta tierra arrasada en el territorio de la unidad de los mejores, con la humildad de los que se saben superiores de verdad.
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