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No sé si me levanté más lúcido
o más hastiado que de costumbre, pero llegué a una conclusión que va a cambiar
el mundo: "Los que mandan nos la están poniendo sin vaselina, y si querés
vaselina pagala el doble de lo que valía hace media hora". Y vaselina
china, hecha a base de arroz, tofu y salsa de soja transgénica. La realidad ha
sido privatizada y lo que uno llama vida se organiza en Wall Street, se retoca
en una oficina sin ventanas y llega a tu casa a través de gerentes, presidentes
alcahuetes, correveidiles, idiotas útiles y caídos del catre.
A esa vida nosotros no la podemos modificar. A veces podemos, un
martillazo acá, otro allá. Pero hoy, en ese estado de lucidez del carajo que me
atacó, digo que no, que la vida llega empaquetada y sellada al vacío. Por si
quedan dudas, la acompaña un policía que te enseña como recibirla sin
protestar, y si protestás él te enseña cómo funciona el garrote que los que
organizan la vida le dieron para que vos entiendas que ellos tienen razón
también cuando no la tienen. Sino preguntale a los muchachos de Tiempo
Argentino.
Pero no me tomen por un iluminado, por favor. Lo dicen los diarios:
"Los ricos son cada vez más ricos, hay cada vez más pobres, una manga de
negros se hundió en el Mediterráneo por no elegir un buen yate en lugar de una
patera piojosa, bajó el precio del esclavo en pie por exceso de oferta,
etc.".
Pero a no desesperar. Porque nosotros podemos escribir las apostillas
a esa vida. Apostilla (por si no saben, y a ver si se ponen a leer, manga de
vagos), es una acotación que aclara, interpreta o completa un texto o relato.
Es que los dueños de la vida a veces se distraen, entre tanto
champagne y orgías, y se les escapa la tortuga. La tortuga somos nosotros. En
ese rato las tortugas logramos hacer algo de daño: populismos, Brexit,
reivindicaciones sociales, acciones que no llegan a cambiar el rumbo de la
realidad pero que desconciertan al poder que debe dar un golpe de timón para
recuperar el control. Y a veces, sólo a veces, las apostillas terminan siendo
revoluciones, indignados, patear el tablero, escupirle la cara al poder.
Pero ellos siempre logran recuperar el control, y en ciertos casos
hasta lo vuelven un negocio. El Brexit será un negocio para algunos, las
relaciones con Cuba para otros; en Argentina haberle hecho creer a la gente que
el populismo es malo es un negocio para los amigos y los primos y para los que
van a lavar la guita que tienen escondida desde la época del Virreinato.
Otras veces las apostillas nacen y mueren como simples canciones de
protesta, que se cantan con gusto y a veces con bronca, pero que poco cambian.
Es más, los que tienen la sartén por el mango ponen una disquera o un boliche y
hacen plata también con las canciones de protesta.
Estoy tentado a decir que el segundo semestre puede cambiarlo todo,
pero no ando para chicanas baratas. Lo del "segundo semestre",
"te lo debo", "me olvidé", "no sabía", demuestra
lo que digo en esta avinagrada página: los dueños de la realidad saben que
pueden decirnos cualquier cosa mientras que sean los dueños de los medios, de
la policía, de los rifles y de las balas.
Y para colmo, pareciera que debemos estar agradecidos con ellos, casi
en deuda porque ya no borran con golpes de estado las apostillas que escriben
los rebeldes. Ahora son más cool, ¿viste? Ahora las borran con un cóctel de
mentira venial, pellizco en el culo y promesas de que los huesos que te van a
tirar van a tener un poco de carne. Suena poco; a mucha gente le basta.
Los que escribimos las apostillas a la vida aprendemos. Pero ellos
tienen más paciencia. Tienen ahorros y pueden esperar a que uno se muera, se
vuelva viejo o se le vayan las energías. En ese aprendizaje nos hacen creer que
ganamos cuando en realidad nos están dando lo mismo que nos sacaron; o peor,
como cuando aumentan diez veces el gas y te premian bajándolo a cuatro.
Jorge Sábato, el Sábato que escribía en la revista Humor, lo
explicaba bien en una parábola que vaya a saber si era verdadera o salía de su
cabeza de humorista sin remedio. Un pastor visita a un rabino porque su vida es
un horror, la cueva donde vive es húmeda, fría, y apenas entran todos, esposa,
suegra, hijos. El rabino le dice que esa noche lleve una oveja a dormir con
ellos.
Al día siguiente, quejas redobladas. Así no se puede vivir, dice el
pastor. El rabino le dice que lleve una segunda oveja. Más quejas. Así hasta
que lleva diez ovejas. La vida del pastor se vuelve un infierno. Ahora sacá las
ovejas, le dice el rabino.
Y al día siguiente se hace el milagro: el pastor llega sonriendo:
ahora sí, esto es vida. Con la inflación, la producción, el comercio en
Argentina será así: a fin de año el gobierno va a mostrar su gran éxito, una
inflación igual a la que tenía el kirchnerismo. Eso si tenemos suerte. Sino
será: te lo debo, macho, no me di cuenta.
Pero no porque yo me haya levantado pesimista hay que dejar de luchar
por lo imposible. Por otra revolución, más indignación, más reivindicaciones.
Pero hay que pedir lo imposible, porque si pedís que el hueso que te tiran
tenga más carne, te lo van a dar y vas a creer que sos feliz, o peor, que ellos
son buenos. Medio país cree en esa otra parábola.
De tanto festejar, ningunear a los esclavos, tocarle el culo a la
clase media, es probable que alguna vez esto explote (en el último Davos no se
discutía si habría crisis tipo Tequila sino dónde comenzaría) y que los
escritores de apostillas tengamos otra vez nuestros diez minutos de
oportunidades.
Entonces cito a Gustavo Ferreyra en su novela La Familia:
"Cuando ya nos hemos despellejado las manos contra la puerta de lo
posible, damos un giro completo y empezamos a golpear el portón de lo imposible
casi con más fe que antes. Porque en lo posible intervienen una suma de
factores que se pueden obviar cuando se espera lo imposible, de modo que lo
imposible es harto más fácil. En el fin de una época siempre encontramos a
alguien que da golpes en el portón de lo imposible. A veces incluso son
multitudes".
Y digo que quizá (sólo quizá) la gran lección que nos dan es que no
nos merecemos la vida. Si queremos llegar a ella hay que nadar el Mediterráneo,
esquivar bombas, no desear luz ni gas ni más carne en el hueso. Entonces lo
haremos. O lo volveremos a hacer. Nadaremos lo que hay que nadar, esquivaremos
las bombas que hay que esquivar. Y la próxima vez pediremos nada más que lo
imposible, sólo eso. Por ahí...
*Publicado en Rosario12
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