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Desde distintas pertenencias
integrantes de la coalición gobernante se ha hecho explícita en estos días una
concepción de la sociedad argentina (y acaso no solamente de ella). Han dicho
Javier González Fraga y Gabriela Michetti que la experiencia de mejoramiento de
la calidad de vida en estos últimos años es el producto de una mentira, de algo
que “no podía durar”. Hay, en principio en estas palabras, un reconocimiento
implícito de algo que la derecha argentina es muy remisa a reconocer: los
trabajadores (empleados medios fue el sujeto de la ilusión elegido por el
economista filo-radical) pudieron acceder a bienes y recursos a los que no
accedían antes y que, por lo visto, no serán inmunes al realismo neoliberal.
El problema principal no es lo que dijeron sino por qué pudieron decir
lo que dijeron sin que una avalancha de repudio social siguiera a sus palabras.
La cínica naturalización de la desigualdad social y el espíritu de revancha
clasista que llevan implícitas parece una imprudencia retórica destinada a
dañar la causa para la que los hablantes militan, al poner al desnudo un poco
brutalmente lo que ya intuye la calle: el macrismo es un gobierno de los ricos.
Sin embargo, no fue el caso, no hubo escándalo social. La primera explicación
que está siempre a mano es que los medios de comunicación no “hicieron agenda”
con esas declaraciones. Pero el problema es que si todo lo explicamos por la
acción de los medios abandonamos la pregunta sobre por qué una cantidad enorme
de argentinos sigue creyéndoles. Y en el camino de respuesta a esa pregunta nos
vamos a encontrar con un problema mucho más complejo, que es la comunidad de
valores que existe entre el mensaje cuasi monopólico de los medios y una parte
importante de los sectores medios y medios-altos de nuestra sociedad. Los
neoliberales pueden hacer profesión de fe antiigualitaria y antisolidaria
porque en una parte de nuestra sociedad esa fe existe e influye muy fuertemente
en su conducta política. A la vez los medios reactúan y consolidan ese estado
de la conciencia social.
¿Por qué preferimos la desigualdad (aunque digamos lo contrario) es el
provocativo título de un libro más o menos reciente de Francois Dubet. ¿De qué
se trata? De un cambio profundo de percepción social operado en el mundo
occidental en las cuatro décadas transcurridas desde la gran revolución
neoliberal de mediados de los años setenta. “La fortuna de los ricos es buena
para todos” es el santo y seña de una creencia que abarca a muy amplios
sectores. Sería una ilusión angelical si por un instante creyéramos que se
trata de la expresión de una esperanza, la de vivir mejor en el futuro, la de
que las superganancias monopólicas de hoy se convertirán en las inversiones de
mañana y en el salario y las condiciones de trabajo de mañana. No es así. No
puede creerse seriamente en ese goteo de arriba hacia abajo (la palabra
“derrame” mejora la metáfora pero no modifica la realidad). Hasta cierto punto
sería posible considerar esa creencia esperanzada en la Argentina de los
noventa, cuando las “reformas de mercado” se desarrollaban en el contexto de un
auge mundial del neoliberalismo y tenían como prólogo el incendio
hiperinflacionario de 1989. Atribuir a esa creencia esperanzada la buena prensa
de la desigualdad sería una ingenuidad. Equivaldría a pensar en términos
elitistas, a dar por sentado que la gente “piensa mal” por su irremediable
tontería y le cree a los medios porque no ha aprendido el arte de los
intelectuales de decodificar sus mensajes. El cambio de perspectivas de un
sector de la sociedad sobre la desigualdad podría ser pensado más
productivamente no solamente como una de las condiciones para el triunfo del
neoliberalismo sino como parte central de ese triunfo. Lo que alimenta ese
estado de la opinión es la experiencia política de estas últimas cuatro décadas
en nuestro país y en todo el mundo, el monopolio mundial de las “democracias de
mercado”, el fin trágico de las experiencias de contestación política a este
rumbo, los riesgos que en todas partes conlleva vivir a contramano de esa
doctrina. No vivimos un capitalismo regido por la doctrina del fomento de la
demanda popular como motor de la economía ni la de la protección social como
estrategia para estabilizar el régimen de desigualdad, sino en un sistema
abiertamente extorsivo que promete desgracias para cualquier intento de salirse
de las reglas de juego y, peor aún, cumple sistemáticamente esas amenazas. Si
se quiere ver un símbolo perfecto de esta época del capitalismo, hay que
revisar la experiencia de la crisis griega y el nivel de chantaje público y
violento que las camarillas del poder financiero ejercieron sobre su gobierno
para “convencerlo” de volver al redil de la “austeridad” y el “europeísmo”.
La elección de la desigualdad no es, entonces, el fruto de un cálculo
esperanzado sino de un temor. De un temor fundado en la experiencia. Alguna vez
me he encontrado –en tiempos de empleados que vivían engañados con su poder de
compra– con la pregunta sobre si yo creía que fuera posible sostener una
política como la del kirchnerismo, que era rechazada por los sectores más
influyentes del mundo. Mi interlocutor no hablaba desde una visión férreamente
opositora al gobierno sino desde el sentido común que creo ampliamente esparcido
entre mis compatriotas. ¿Cómo te vas a meter contra los yanquis, contra los
grandes empresarios, contra los grandes medios? Eso no puede ir bien. En esa
sensación de horizonte cerrado, de historia finalizada, consiste la piedra
angular del dominio de los poderosos. Cuando esa piedra se remueve aunque sea
mínimamente, la historia vuelve a andar. Es esa mirada del mundo penetrada por
el temor –fundado temor– de perder lo mucho o lo poco que se tiene, a causa de
una crisis económica o de una escalada de violencia, la que aconseja cerrarse
en el mundo íntimo, clausurar la calle, defenderse del otro, potencial amenaza.
Desconfiar del que está abajo y resignarse ante el de arriba, aún cuando se lo
rechace.
En el período político que se cerró el 10 de diciembre pasado esas
certezas colectivas entraron en crisis. Antes que nada entraron en crisis
cuando la gran promesa de entrar en el Primer Mundo y recibir la bendición que
trae el derrame de la plata hiperconcentrada en pocos bolsillos degeneró en la
ruina colectiva y en la crisis política. Las contingencias y hasta el azar
político quisieron que la desembocadura de ese drama fuera el ascenso al
gobierno de Néstor Kirchner y la apertura de una experiencia política en la que
la cuestión de la desigualdad no fuera desplazada de la agenda después de que
se recuperara el orden político después de una rebelión popular inorgánica como
la que se desarrolló en diciembre de 2001. La gran clave del desarrollo
político posterior a mayo de 2003 fue el curso cambiante del ánimo de los
sectores medios, ampliamente favorable al principio y sensible a la prédica del
bloque de poder en varios momentos centrales del proceso. El mejoramiento de
las condiciones de vida de los asalariados y los sectores populares produjo
consecuencias en la estructura de la distribución del ingreso que achataron la
pirámide social y acercaron a sectores que habían sido expulsados de la
producción y la cultura al estatus de las clases medias. Estas últimas
sintieron la doble presión de una pérdida de distinción social frente al avance
de los más pobres –que se interpretaba como enteramente financiado por los
sectores medios– y de la incertidumbre que la maquinaria mediática de los
poderosos sembraba sobre el futuro. La generación de un clima de intranquilidad
económica, la agitación sobre el autoritarismo del “régimen kirchnerista”, la
sensación, en fin, de que los poderosos no querían que ese estado de cosas
continuara fue inclinando la balanza hasta que lograron el cambio de gobierno.
El cambio de gobierno no tuvo la forma brusca de un cambio de régimen
como consecuencia de una crisis de gobernabilidad sino el pacífico aspecto de
una alternancia totalmente natural en la democracia electoral. Es un punto de
partida que tiene la ventaja de la legitimidad popular pero al mismo tiempo la
desventaja de que nunca se llegaron a cumplir las profecías catastróficas.
Desde ese punto de partida se libra la batalla política. Por eso la situación
es incierta. El gobierno insinuó en su comienzo –ayudado por las expectativas
habituales que trae lo nuevo– que estaba en condiciones de construir un frente
político relativamente estable, capaz de sostenerlo en las seguras tormentas
que traería la puesta en marcha del ajuste. Ese frente muestra hoy grietas muy
visibles. El movimiento sindical practica un curioso minué: palabras
conciliadoras, muestra prudente de los dientes, agachada pero no tanto…En fin,
los sectores tradicionales del sindicalismo se ven obligados a hacer
contorsiones que les permitan conseguir ventajas corporativas a partir de las
necesidades del gobierno y, al mismo tiempo, no perder el tren del estado de
ánimo de una masa de trabajadores que sufrió muchos reveses en pocos meses y,
de modo muy heterogéneo, va encontrando formas de expresarse en contra de la barbarie
monopólica y gubernamental. La actitud firme de las dos CTA contribuye a hacer
más compleja la estrategia del sindicalismo negociador. El Congreso y los
partidos políticos viven en la misma incertidumbre: la idea de cambiar el
llamado a la resignación social a cambio de ventajas sectoriales o provinciales
vive en tensión con un estado de ánimo social adverso al brutal ajuste.
La preferencia por la desigualdad no es una “ley” de nuestras
sociedades. Puede ser puesta en crisis por la realidad, siempre que se entienda
por realidad algo más que la estadística de los precios y los salarios. Siempre
que se entienda la realidad por un conjunto de experiencias colectivas, de
organización, de discusión, de movilización. Ese es el único terreno donde
puede disputarse con los frutos ideológicos de la extorsión neoliberal.
*Publicado en Página12
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