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¿Existe la palabra
“propositivo” en los diccionarios de nuestra lengua? Es posible, suena
verosímil, pero su construcción es dura. Toma sus elementos como si dijéramos
de distintas pilas de ladrillos. ¿Tiene la acepción de “proponer”? ¿Más bien
nos dice que sólo vale lo que está a favor de lo “positivo”? ¿Es un verbo o un
collage de dos términos que nos sugieren separarnos de todo lo que sea
“pronegativo”? Pero esta última palabra es lunática, sólo puede ir al cesto de
los expulsados. Por eso, muchos políticos emplean hoy la expresión
“propositivo”, temerosos de ser descubiertos en al pantano de las pequeñas
inquisiciones de grupo, ajenos al ideal radiante de trabajar “por lo que todos nos
merecemos”.
Esta sucinta construcción verbal es una de las características de
Mauricio Macri. “Por todo lo que nos merecemos.” ¿Qué le veríamos de malo a
esta expresión que consigue aunar un efecto generalizado de bienaventuranza? Si
buscamos refutar esa frase, no es fácil. No la hubieran dicho Winston Churchill
ni el general De Gaulle, para tomar dos figuras distantes. Pero no tenemos con
qué darle, si nos apoyamos en los peñascos más fáciles del sentido común.
Reconozcamos pues que es una frase engañosa, cuyo poder de artimaña no es fácil
develar. Es una locución “propositiva”, y lo que “nos merecemos” es un exorcizo
asequible que coincide con el punto más oscuro en que descubrimos que se habla
de nuestras necesidades, pero con una inmediatez e intimidad que permite pasar
por alto muy rápido precisamente lo que verdaderamente necesitamos. Somos
merecedores y lo que merecemos parece provocar apenas una venta de felicidad
“propositiva”. Se nos ha ofrecido a nuestros merecimientos un vocablo que
expulsa el rigor de las cosas, el obstáculo como forma de la historia, la
elaboración del sentido cívico a través de la dificultad compartida y no de
simulacros de cumpleaños, donde es habitual escuchar agradecer “desde el fondo
del corazón”.
La lengua “propositiva” –desde luego, la del PRO y aledaños– ha
logrado ser una lengua real hablada en la ciudad. O al revés, flotaba en la
ciudad barrial, afectuosa, “familiera”, gratamente dominguera, un soterrado
desánimo que con el tiempo, ablandado como se ablandan los motores, se
consiguió que llegue al puerto de lo “propositivo”, el simulacro de la vida sin
conflictos, el jardín de la política sin política. El ablande de las cosas, el
“vos” con el que nos convocan, y con el que se realiza el adiestramiento
ficticio de la cercanía, la propia cercanía como concepto magno (“el Estado
cerca de la Gente”), son todos artificios comunicacionales que nos llevan a
pensar sobre nosotros mismos como personas diluibles.
Es que el merecimiento es el más esquivo concepto de la política. Es
lo que quiere el individuo en su fraseo final, cuando se reconoce como persona
no diluible (no “propositiva” sino “complejamente hablante”). La persona no
diluible acepta vivir una vida escarpada, forcejeada. Pero el político que
juega con el merecimiento colectivo sin especificar qué y cómo, holgazanea con
sus propios actos, que también contienen decisiones oscuras, opciones duras
entre personas diferentes y cálculos no expresados públicamente; por lo que con
el merecimiento ve sólo ante sí a personas diáfanas, a ser restauradas en su
virtud, a las que les debe hablar simulando y disimulando –si verdaderamente
las conoce– sobre las zonas escabrosas de su conciencia. De este modo, llega a
la eficacia política sobre la base de personas disolubles, las que diluyen la
escondida densidad moral de lo real de sus existencias.
La ciudad será concebida como una red de circulación feliz y se la
consagrará a un rediseño basado también en el merecimiento: la ciudad
comprendida como mera máquina circulatoria, un tecnomecanismo que la retira de
la historia compleja; la aparta de sus ejes problemáticos histórico-sociales.
Su industrialización en los ’30, su desindustrialización en los ’60, la trama
lóbrega de la renta urbana, la pesada especulación inmobiliaria, las visiblemente
malas condiciones habitacionales, sus cercamientos, su repliegue respecto del
conurbano, sus nacientes prejuicios que viborean contenidamente. Es decir, la
ciudad vista como un instituto sombrío de reproducción técnica de
desigualdades. De este modo, se la considera una gestionadora de servicios
públicos secundarios (ganar 15 minutos en el cruce a la 9 de Julio por los
nuevos circuladores no está mal, pero esto se propone sin nociones urbanas
ligadas al espaciotiempo del usuario no usurpado por la utilería del control
del tiempo urbano, un tipo de ciudadano en vías de extinción).
La novedad del PRO, más allá de la supuesta osadía con la que una de
sus fracciones señaló taimadamente la industria del juego, mientras Macri apoyó
a Larreta con una frase también tortuosa (“Horacio conoce los instrumentos de
gobierno”), no implica la emergencia de un fenómeno nuevo: es un partido de
revestimiento, lo principal se dice en otro lado (su programa hay que leerlo,
entre otros lugares, en los editoriales de Morales Solá, para qué molestarse,
personaje al que es inimaginable verlo aceptar los peripatéticos pasos de baile
de Del Sel y Macri). Mientras la vida propositiva del PRO transcurre dentro del
lenguaje usual de la población, en ese velado de depósito de habladurías sobre
“instrumentos de gobierno”. ¿Cómo piensan la ciudad? También como un
revestimiento, un conjunto de efectos de circulación ajenos a la vida
productiva y marchando hacia la organización de un modelo punitivo para el uso
futuro de la ciudad.
Hay muchas razones para imaginar los vapuleos electorales que
proporciona el PRO, y muchos hacen a la discusión política tradicional. Pero el
que parece posible imaginar ahora es el que nos permite decir que el PRO está
inserto en el lenguaje colectivo avalado y traficado por los grandes medios de
producción de “contenidos”, ellos lo crearon, sin querer queriendo, y la
impregnación es tan grande que a mayor desplome de los cimientos clásicos (no
tradicionales, sino modernos y democráticos) de la lengua nacional, más crecerá
la atmósfera de vulgaridad y rusticidad que amalgaman una forma política y los
usos colectivos de la lengua (estos dos variables dan como sumatoria a una
ciudad).
No se podrá ganarles, por lo menos en la Capital, si no se encara este
problema, si no nos decidimos a hablar de otra manera, no con otras
ramplonerías, sino haciendo de la historia de la que somos portadores –que
tiene sus oscilaciones visibles, diferencia esencial entonces–, una trama de
eventos a ser dichos con nuevas pertinencias. Sin disolver nada a fin de
hacerlo más digerible, y sin hacer de los queribles ritos antiguos, el lenguaje
cerrado de apenas una enorme minoría.
* Director de la Biblioteca Nacional.
Publicado en Página12
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