Pretendo aquí responder a un conjunto de opiniones que, disímiles en el objeto de sus análisis, comparten un mismo antagonista (los que integramos el gobierno nacional) y un estilo de argumentación: falacias construidas sobre prejuicios, con el único ánimo de descalificar a los que pensamos diferente.
Empezar por rebatir el artículo que el diario La Nación le publicó a Martín Krause el pasado 4 de abril es una tarea sencilla. Deshilachada de cabo a rabo, su columna de opinión plantea que el Estado ahoga a la cultura. O que podría ahogarla. O que la ahogará. Que si el Estado apoya, con su mano siempre torpe y pesada, arruina. Que el mercado, o más rimbombantemente “el capitalismo”, provee a los artistas como un padre generoso para que elaboren sus óperas, sus poemas, sus cuentos, sus pinturas. Que si el Estado aparece, el riesgo es la uniformidad gris de la “cultura oficial”. Como ocurre en Francia, España, Brasil. En realidad, en casi todos los países del globo. ¡Qué aburrido debe ser el mundo!
El mercado, nos asegura, financia a los artistas y acerca las obras a la mayor cantidad de consumidores-espectadores posibles. Y cierra su vulgata neoliberal: “¿Qué es lo que hay que fomentar entonces que no sea ya fomentado por el interés de los consumidores, el patronazgo y los distribuidores?” Fuera de ese trípode de la virtud no puede ni debe haber nada.
Empecemos por esta punta deshilachada: la arbitraria enumeración de artistas consagrados que vivían de las mieles del capital (comercial, bursátil, familiar o particular) y que producían su arte para el mercado. Digamos, para comenzar, que ni la Quinta Sinfonía o Tristán e Isolda, obras de músicos que Krause cita en su texto, serían jamás escuchadas en nuestras tierras, si no fuera por el enorme esfuerzo financiero que hacen, o hacían hasta hace poco, los gobiernos que sostienen al Teatro Colón. No recuerdo qué empresa paga, por ejemplo, el trabajo de la Orquesta Sinfónica Nacional. El mercado, que tan virtuoso le parece a Krause, no suele acompañarnos en la tarea de democratizar el acceso y la producción de los bienes culturales.
Tampoco creo que haga falta subrayar la enorme calidad de los contenidos, reconocida por la totalidad del público y de los críticos especialistas, de por ejemplo el Canal Encuentro, diseñado y financiado por el Ministerio de Educación de la Nación, y producido con la asistencia de pequeñas y medianas productoras. Lo mismo podríamos decir de Pakapaka o de INCAA TV. Todos producidos e ideados por el Estado nacional. Aunque en esos casos, los distribuidores hegemónicos en los que tanto confía el Dr. Krause han dejado mucho que desear a la hora del pluralismo que a él tanto parece preocuparlo.
Si no hubiera apoyo del Estado, con la mano abierta que acompaña y no con el dedo que señala o desvía lo que pueda o deba decirse, ¿cuántas películas por caso se producirían en la Argentina? ¿Quién financiaría de no ser el Estado, actor que tanto parece molestarle al Sr. Krause, y apoyaría los primeros pasos de una Martel, una Carri, o un Stagnaro? No le crean a este secretario de Cultura de la Nación, preguntémosle a los cineastas. A los ya reconocidos y a los que recién comienzan. ¿Qué línea del nuevo cine que triunfa en todos los festivales del mundo, y con récord de espectadores, y del que producimos más de 50 películas por año, expresa en algún rasgo por mínimo que sea, lo que Krause llama la “cultura oficial”?
El planteo de la nota demuestra la resistencia de una cosmovisión que se niega a asumir su fracaso. El neoliberalismo feroz ha alimentado las políticas económicas y sociales más terribles, injustas y violentas que haya enfrentado el país en toda su historia. Los costos de la retirada del Estado, mientras se cantaban loas a la eficiencia del todopoderoso mercado, aún hoy los seguimos pagando. Por eso, me parece, no conviene tomarse la intervención de Krause tan a la ligera.
Beatriz Sarlo, por su parte, toma la parte por el todo. En la nota “La superficialidad del mal”, que también publicó el diario La Nación, confunde el símbolo con los hechos, las palabras con las cosas. La primera oración de su texto advierte al lector sobre “La violencia de los años setentas...”. Todo un campo semántico se abre de golpe a quien lee esas líneas, sincerando en efecto el único objetivo del texto: mezclar peras con manzanas para confundir. Lo que sigue es un muy articulado despliegue de supuesta erudición y malosentendidos, con menor y mayor grado de malicia.
Equiparar, como hace Sarlo, un simpático e irrelevante juego de feria en una muestra pública, al largo ciclo de violencia política que se inició con los bombardeos a población civil de 1955 y terminó con los muertos por los levantamientos carapintadas, ya en democracia, es para decirlo de la manera más diplomática posible, un despropósito rayano en el delirio. Le recuerdo a su autora que la proscripción autoritaria, los encarcelamientos y la tortura sistemática, los desaparecidos caen siempre hacia un mismo lado de la balanza. El pluralismo, el respeto por las disidencias, la libertad irrestricta para expresar ideas, la multiplicación de voces, y su amplificación, son méritos de políticas concretas del proceso iniciado en 2003, y profundizado por Cristina. Y merece ser reconocido por todos.
Este es, sin dudas, el período menos violento de nuestros 200 años de historia. Esto no significa, por supuesto, que no haya conflictos. Los hay y en cantidad, por suerte. Es síntoma de libertad. Y el gobierno nacional ha elegido el camino del sinceramiento, asumiendo firmemente su responsabilidad frente a la inevitable conflictividad de toda sociedad. Porque esa es la única consecuencia de la verdadera libertad: que todos tengamos derecho a expresar nuestros puntos de vista. Todos, incluso los que formamos parte del gobierno nacional.
La reivindicación de unos y no de otros, que Sarlo confunde asombrosamente con homogeneidad ideológica, es también un hecho curioso. La muestra, como el nombre lo indica, era temática. La etiqueta de “pensadores nacionales” es política e ideológica y eso nunca es malo si se lo explicita como hacemos siempre. No implica de ningún modo, sería ridículo, que quienes no están en el catálogo no sean nacionales o merecedores de otros homenajes, de los que hubo y muchos. Es como suponer que en una muestra de intelectuales socialistas, que los hubo y de renombre internacional en estas tierras, la exclusión de Jauretche es mecánicamente un insulto explícito a todos los peronistas.
La muestra Mujeres: 1810-2010 que inauguró la Casa Nacional del Bicentenario, celebraba como figuras centrales a una Juana Manso, una Alicia Moreau de Justo, o una María Luisa Bemberg. No hace falta que aclare que no son figuras usualmente ubicables dentro del espacio ideológico que la muestra del Palais de Glace celebró por estos días. Pero por su enorme y decisiva contribución a la lucha por la emancipación de los derechos de las mujeres en nuestro país no podían dejar de estar en una muestra de aquellas características.
Creo entrever que Sarlo no ha asistido a la muestra. Una lástima. Otra sería su visión. Me parece que se dejó guiar por las crónicas de otros. Y por sus prejuicios, claro.
El mercado, nos asegura, financia a los artistas y acerca las obras a la mayor cantidad de consumidores-espectadores posibles. Y cierra su vulgata neoliberal: “¿Qué es lo que hay que fomentar entonces que no sea ya fomentado por el interés de los consumidores, el patronazgo y los distribuidores?” Fuera de ese trípode de la virtud no puede ni debe haber nada.
Empecemos por esta punta deshilachada: la arbitraria enumeración de artistas consagrados que vivían de las mieles del capital (comercial, bursátil, familiar o particular) y que producían su arte para el mercado. Digamos, para comenzar, que ni la Quinta Sinfonía o Tristán e Isolda, obras de músicos que Krause cita en su texto, serían jamás escuchadas en nuestras tierras, si no fuera por el enorme esfuerzo financiero que hacen, o hacían hasta hace poco, los gobiernos que sostienen al Teatro Colón. No recuerdo qué empresa paga, por ejemplo, el trabajo de la Orquesta Sinfónica Nacional. El mercado, que tan virtuoso le parece a Krause, no suele acompañarnos en la tarea de democratizar el acceso y la producción de los bienes culturales.
Tampoco creo que haga falta subrayar la enorme calidad de los contenidos, reconocida por la totalidad del público y de los críticos especialistas, de por ejemplo el Canal Encuentro, diseñado y financiado por el Ministerio de Educación de la Nación, y producido con la asistencia de pequeñas y medianas productoras. Lo mismo podríamos decir de Pakapaka o de INCAA TV. Todos producidos e ideados por el Estado nacional. Aunque en esos casos, los distribuidores hegemónicos en los que tanto confía el Dr. Krause han dejado mucho que desear a la hora del pluralismo que a él tanto parece preocuparlo.
Si no hubiera apoyo del Estado, con la mano abierta que acompaña y no con el dedo que señala o desvía lo que pueda o deba decirse, ¿cuántas películas por caso se producirían en la Argentina? ¿Quién financiaría de no ser el Estado, actor que tanto parece molestarle al Sr. Krause, y apoyaría los primeros pasos de una Martel, una Carri, o un Stagnaro? No le crean a este secretario de Cultura de la Nación, preguntémosle a los cineastas. A los ya reconocidos y a los que recién comienzan. ¿Qué línea del nuevo cine que triunfa en todos los festivales del mundo, y con récord de espectadores, y del que producimos más de 50 películas por año, expresa en algún rasgo por mínimo que sea, lo que Krause llama la “cultura oficial”?
El planteo de la nota demuestra la resistencia de una cosmovisión que se niega a asumir su fracaso. El neoliberalismo feroz ha alimentado las políticas económicas y sociales más terribles, injustas y violentas que haya enfrentado el país en toda su historia. Los costos de la retirada del Estado, mientras se cantaban loas a la eficiencia del todopoderoso mercado, aún hoy los seguimos pagando. Por eso, me parece, no conviene tomarse la intervención de Krause tan a la ligera.
Beatriz Sarlo, por su parte, toma la parte por el todo. En la nota “La superficialidad del mal”, que también publicó el diario La Nación, confunde el símbolo con los hechos, las palabras con las cosas. La primera oración de su texto advierte al lector sobre “La violencia de los años setentas...”. Todo un campo semántico se abre de golpe a quien lee esas líneas, sincerando en efecto el único objetivo del texto: mezclar peras con manzanas para confundir. Lo que sigue es un muy articulado despliegue de supuesta erudición y malosentendidos, con menor y mayor grado de malicia.
Equiparar, como hace Sarlo, un simpático e irrelevante juego de feria en una muestra pública, al largo ciclo de violencia política que se inició con los bombardeos a población civil de 1955 y terminó con los muertos por los levantamientos carapintadas, ya en democracia, es para decirlo de la manera más diplomática posible, un despropósito rayano en el delirio. Le recuerdo a su autora que la proscripción autoritaria, los encarcelamientos y la tortura sistemática, los desaparecidos caen siempre hacia un mismo lado de la balanza. El pluralismo, el respeto por las disidencias, la libertad irrestricta para expresar ideas, la multiplicación de voces, y su amplificación, son méritos de políticas concretas del proceso iniciado en 2003, y profundizado por Cristina. Y merece ser reconocido por todos.
Este es, sin dudas, el período menos violento de nuestros 200 años de historia. Esto no significa, por supuesto, que no haya conflictos. Los hay y en cantidad, por suerte. Es síntoma de libertad. Y el gobierno nacional ha elegido el camino del sinceramiento, asumiendo firmemente su responsabilidad frente a la inevitable conflictividad de toda sociedad. Porque esa es la única consecuencia de la verdadera libertad: que todos tengamos derecho a expresar nuestros puntos de vista. Todos, incluso los que formamos parte del gobierno nacional.
La reivindicación de unos y no de otros, que Sarlo confunde asombrosamente con homogeneidad ideológica, es también un hecho curioso. La muestra, como el nombre lo indica, era temática. La etiqueta de “pensadores nacionales” es política e ideológica y eso nunca es malo si se lo explicita como hacemos siempre. No implica de ningún modo, sería ridículo, que quienes no están en el catálogo no sean nacionales o merecedores de otros homenajes, de los que hubo y muchos. Es como suponer que en una muestra de intelectuales socialistas, que los hubo y de renombre internacional en estas tierras, la exclusión de Jauretche es mecánicamente un insulto explícito a todos los peronistas.
La muestra Mujeres: 1810-2010 que inauguró la Casa Nacional del Bicentenario, celebraba como figuras centrales a una Juana Manso, una Alicia Moreau de Justo, o una María Luisa Bemberg. No hace falta que aclare que no son figuras usualmente ubicables dentro del espacio ideológico que la muestra del Palais de Glace celebró por estos días. Pero por su enorme y decisiva contribución a la lucha por la emancipación de los derechos de las mujeres en nuestro país no podían dejar de estar en una muestra de aquellas características.
Creo entrever que Sarlo no ha asistido a la muestra. Una lástima. Otra sería su visión. Me parece que se dejó guiar por las crónicas de otros. Y por sus prejuicios, claro.
*Secretario de Cultura de la Nación
Publicado en Tiempo Argentino
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