Los programas estatales se dirigen a titulaciones de tierras “ocupadas” por décadas o regularizaciones dominiales, más que a una redistribución de nuevas tierras.
Por Silvia Lilian Ferro*
El hito temporal fundacional de la actual estructura de propiedad de la tierra ocurrió poco después de concluidas las guerras de independencia en las primeras décadas del siglo XIX. En ese momento fuerzas militares criollas desplazaron por la vía violenta a las comunidades de pueblos originarios de la campaña sur-bonaerense, para posteriormente proseguir en la Patagonia y en el NEA. De esa forma, las principales familias patricias y sectores militares se apropiaron de inmensos latifundios, pagando por ellos un precio irrisorio al Estado. Poco después se produjo una gigantesca y muy fraccionada distribución de la tierra –“estatal”– a extranjeros: ciudadanos de países europeos atraídos por los gobiernos oligárquicos para insertar el país a los mercados internacionales de la primera ola global como un exportador de productos agrícolas que abasteciesen los países en vías de industrialización del Norte.
Después de la Conquista, éste fue el mayor proceso de extranjerización de la tierra que se haya dado en la historia moderna de Sudamérica, por las dimensiones territoriales implicadas. Por su magnitud, este proceso marcó profundas diferencias en la estructura agraria argentina. El control de la tierra se privatizó después de iniciados los grandes flujos inmigratorios a través de cuestionables cesiones a compañías colonizadoras. El hecho de haber sido una inmigración selectiva por motivos de raza alentada a inmigrar ex profeso por los gobiernos receptores para crear una estructura social nueva con una composición étnica diferente de las preexistentes, motivó la certeza de ocupar ya desde su aluvional llegada, un papel social de predominio étnico que naturalmente no hubiesen tenido jamás en sus países de origen. Además, los emigrantes a estas latitudes eran precisamente los más empobrecidos en sus países de origen. Así, las diferencias étnicas, lingüísticas, nacionales y hasta de clase entre los inmigrantes europeos, quedan en suspenso a la hora de verse frente a esos “otros” criollos y de pueblos originarios, a quienes la clase política local ubicó peldaños más abajo que los recién llegados.
La segregación étnica resultante de la histórica estructura de propiedad del desarrollo rural argentino es visible fácilmente en la actualidad: por un lado, gringos, propietarios de los medios de producción, abocados a la agricultura familiar-empresarial de exportación, y por otro, población criolla y pueblos originarios en la agricultura de subsistencia “campesina” y en el asalariado rural estacional y permanente. La estructura de propiedad de la tierra y de los medios de producción, que se conformó en el proceso histórico descripto, no fue modificada sustancialmente a la fecha.
Sin embargo, en el contexto de la emergencia del paradigma proteccionista de posguerra en el mundo occidental, en Argentina comienzan a diseñarse intervenciones oficiales en pos de una mayor distribución de las tierras fiscales a las familias rurales pobres y para alentar a las que se hacinaban en las grandes ciudades a retornar a los medios rurales para lograr un equilibrio productivo y demográfico. Como señalan los investigadores León y Rossi a partir de la sanción de la Ley Nacional Nº 12.636 –llamada de colonización– se crea en 1940 el Consejo Agrario Nacional que, a pesar de las dificultades en su puesta en funcionamiento, tuvo gran injerencia en la distribución de tierras, especialmente entre 1943 y 1948 cuando Juan Domingo Perón pone ese organismo bajo su esfera de influencia. La actividad distributiva oficial entra en un “profundo letargo” hasta que se reactiva en menor medida hacia el período 1966-1969 y mencionan un repunte muy significativo hacia 1974.
Simultáneamente desde los ‘70 comienza a expandirse el cultivo de soja en la región pampeana y crece exponencialmente hasta constituirse en la actualidad en un boom. Consecuentemente crecen el arriendo, el subcontratismo y la multiplicación de pooles de siembra, con diversos tamaños y escalas, como actores agrarios de peso. A partir de entonces, las periódicas distribuciones de tierras fueron decreciendo en importancia y asiduidad hasta la disolución del organismo en 1980 por decisión del entonces ministro de Economía José Martínez de Hoz. Les ceden a las provincias la facultad de distribuir las tierras fiscales, lo que en muchos casos termina favoreciendo a las élites político-económicas provinciales y no a las familias criollas pobres.
En la agriculturización sojera la propiedad de la tierra no es un factor excluyente para la rentabilidad como lo prueba el crecimiento del arriendo. Mientras que para los pueblos originarios es su razón de ser como cultura y como posibilidad de supervivencia colectiva, al igual que para las familias criollas, para los sectores involucrados en la agricultura empresarial de exportación es más decisivo el acceso al capital y a los paquetes tecnológicos. Los otros factores productivos como la tierra y el trabajo, se alquilan.
Los programas estatales existentes tienen más que ver con titulaciones de tierras ya “ocupadas” por décadas, regularizaciones dominiales, o con la defensa ante las presiones de los productores sojeros, que con redistribución de nuevas tierras. Esto último no es una mera cuestión de justicia, equidad o de reparación histórica. Hay un aspecto de esta inequitativa estructura de propiedad de la tierra que no aparece en el centro del problema. Tiene que ver con el destino y la forma de producción de cada estrato agrario. Recuperar mecanismos que incrementen las tierras de propiedad estatal, que hoy son menos del 2 por ciento de la tierra disponible, para un reparto justo y focalizado en los sectores agrarios históricamente subalternizados cuya producción se vuelca al mercado interno y regional puede constituirse en la condición para garantizar la provisión de alimentos sanos, baratos y variados a nuestra población. Así como los gobiernos oligárquicos impulsaron políticas públicas que “construyeron” a la inmigración europea y a sus descendientes como protagonistas de la agro-exportación, hoy el Estado nacional puede del mismo modo “construir” a criollos y pueblos originarios como protagonistas de la Soberanía Alimentaria
* Doctora en Historia Económica, Consultora en Desarrollo Rural.
Artículo Página12 - 28/02/10
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