Por Roberto Marra
Lenta e imperceptiblemente, las sociedades han ido cambiando sus posicionamientos ante lo injusto, lo degradante, lo violento, lo corrupto, lo democrático o lo antidemocrático. Mediante un trabajo de “orfebrería” social, quienes ejercen de verdad el Poder en el Planeta, las corporaciones cartelizadas de cada uno de los rubros que hacen a la subsistencia alimentaria, a la energía, a las comunicaciones y al dominio de los territorios, han logrado modelar un pensamiento mayoritario cada vez más arraigado y predominante acerca de “lo posible”.
Con una persistencia más digna de mejores propósitos, el imperio, decadente pero todavía muy poderoso, ha sabido construir una percepción de la realidad que atraviesa a todos los ciudadanos del Mundo, base sobre la cual se reproducen, en casi todos los países, las maniqueas maneras de entenderla y actuar en consecuencia de esa conceptualización tan falsa como reproductora de las peores formas de degradación social.
La naturalización de hechos humanamente aberrantes como “necesarios” o “inevitables”, crean conceptos aceptados por efecto de la inmensa y aplastante red de comunicación constructora de paradigmas y fabricantes de estigmas sobre los individuos que les son adversos a sus objetivos de dominación absoluta. El hambre, la miseria, la destrucción de la naturaleza, la super-concentración de la riqueza, son cosas de las que se habla, pero casi como inevitables (y sin el casi, también).
Apabullados de aquí, de allá y de más allá, caminan como zombis hacia su autodestrucción, sin otra reacción que la resignación. Una sumisión a lo establecido por los enemigos de lo humano, aceptada por imperio del convencimiento de que es preciso no rebelarse, tener “paciencia”, aceptar que “el mundo a cambiado” y que poco o nada puede hacerse al respecto, salvo intentar “salvarse” individualmente.
La política y sus actores principales están tocados también por esta generalización negadora de las rebeldías, pasando a convertirse en diques de contención de las ideas más audaces, tirando al basurero de la historia la palabra “revolución”, un término que el Poder Real ha estigmatizado lo suficiente como para que muy pocos se atrevan a rescatarlo. El miedo a no ser bien recibidos los conceptos que intenten modificar la realidad agobiante y oscura en la que se sobrevive, retrae las valentías, hace añicos la voluntad y profundiza la decadencia moral que otras circunstancias ya se han encargado de hacer prevalecer en la sociedad.
Las propuestas se licúan para no exaltar los ánimos conservadores. Las ideas se tamizan por el cedazo del “no se puede”, para terminar en vacuos planteos de cambios gatopardistas. Las necesidades evidentes se postergan en nombre de imposibilidades fabricadas por los enemigos de los pueblos. Los “consensos” con el Poder se vuelven casi la razón de ser de los movimientos políticos, una manera práctica de evitar la responsabilidad de enfrentar a esos adversarios de la justicia social con el ahínco y la convicción que permitan vencer a la sumisión a conceptos tan ambiguos como inoperantes.
No se trata de avalanzarse sobre la realidad desconociendo sus profundidades, pero es preciso dejar de ceder terreno al enemigo, que es conquistador por antonomasia. Tampoco de actuar con audacia carente de estrategia, sino de convertir las debilidades en capacidades resilientes. Es imprescindible retornar a las ideas sin temor a la supuesta pérdida de sus vigencias, re-elaborarlas para los nuevos tiempos, estudiar los conceptos que antes nos cautivaron y nos sumergieron en la militancia por la vida digna de todo el Pueblo.
La oportunidad y el liderazgo están allí, dispuestas a conducirnos hacia la liberación de tanto espasmo medroso, de tanta neutralidad exagerada, de tanta espera sin destino, para volver a construir las bases para la conquista del poder, única garantía de darle visos de realidad al movimiento popular emancipador de todas las desgracias presentadas como “lo posible”. La re-evolución, más que un sueño eterno es, ahora mismo, una urgencia impostergable.
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