Por Roberto Marra
Al margen de las definiciones que puedan dar juristas o estudiosos del tema, los derechos humanos forman parte ya del acervo cultural de las sociedades. Por supuesto, con la diversidad emergente que resulta de la multiplicidad y las complejidades derivadas de las distintas conceptualizaciones que cada una de las culturas existentes en el Mundo puedan manifestar al respecto. En nuestro País, este concepto ha adquirido una muy especial reconsideración después de lo sucedido en la última dictadura cívico-militar padecida en la década del '70 del siglo pasado.
Las luchas por lograr el reconocimiento de lo que fuera el más vil avasallamiento de esos derechos por aquellos tiempos, fue modelando una idea que, no por desarrollada y establecida en la mayoría del “inconsciente colectivo”, ha dejado de ser atacada y menospreciada por ciertos sectores que añoran los tiempos en que las mayorías eran dominadas con el terror.
Algunos de quienes se aprovecharon y participaron en aquellas orgías inhumanas, desde las ventajas económicas otorgadas por las fuerzas de tareas que les limpiaban el camino de rebeldías obreras y controles de sus apabullantes ganancias, son ahora (o intentan serlo) “líderes” políticos de partidos o frentes electorales con los que han logrado “lavarse la cara” ante la ciudadanía y hasta triunfar en elecciones nacionales y provinciales. Ejemplos notables de ello, el ex-presidente Macri y el actual intendente de Buenos Aires (¡perdón!, gobernador de la Ciudad Autónoma idem), Rodriguez Larreta.
La historia de cada uno de estos personajes, los nombrados y otros similares, eximirían del más mínimo considerando a la hora de manifestar la relación de ellos con los “derechos humanos”. Pero sus camaleónicas maneras de presentarse ante la ciudadanía, complican el reconocimiento de sus verdaderas opiniones sobre estos temas, aún cuando se las intuya con un alto grado de certeza. Para lograr semejante “lavado” de sus imágenes, han contado con la más poderosa arma de estos tiempos: los medios de comunicación.
Desde allí, desde esos parlanchines inescrupulosos de grandes sueldos y nula moral, se han rehabilitado ante la sociedad adormecida por padecimientos económicos que ellos mismos contribuyeron a crear, claro que hechándole las culpas al “populismo”, variante semántica que esconde la palabra “peronismo” por detrás, su auténtico y más odiado enemigo. Nada nuevo bajo el cielo político nacional, desde aquellos aciagos (para ellos) momentos donde el “barro sublevado” les ensuciara sus mármoles obtenidos con el sudor de varias generaciones de sometidos.
Ahora, después de aplastar la racionalidad económica, apoderándose de las estructuras del Estado Nacional por cuatro años y endeudando a varias generaciones por venir, se dan el abyecto lujo de demostrar sus poderíos empujando a la población a la muerte pandémica. Mostrando sus garras endemoniadas, envueltas en palabrerios obscenos y retardatarios, con la ayuda de sus socios judiciales permanentes en las innumerables trapisondas genocidas de las que han participado, profundizan sus odios incontenibles, exigiendo aperturas y libertades imposibles, “derechos humanos” exclusivos para sus necesidades imbéciles, fraudulentos mecanismos de sometimiento a sus alcurnias repugnantes.
Acompañando a semejantes “prodigios” de la maldad, van en fila sus admiradores del medio pelo infantilizado por la publicidad que les hace creer que forman parte de las élites que tanto admiran. Pobres de espíritu y brutos por antonomasia, salen a “cazar” el virus que consideran su aliado para eliminar a sus despreciados “morochos”. Se envuelven en una bandera que desconocen como suya para aparentar pertenencias imposibles, gritan sus odios a quienes les llenan los bolsillos de beneficios siempre que gobernaron y empujan a la sociedad hacia la asfixia, real y concreta.
La muerte es su paradigma (paradójicamente) vital. Se sostienen sobre las columnas del desprecio, se amarran a la historia con leyes estancadas en el pasado que les acunó sus fortunas, inhiben la auténtica Justicia con prebendarios leguleyos comprados al por mayor. Todo con un destino único, tan obsceno como redituable: acumular cada vez más dinero, robándose la vida del pobrerío que fabrican para reproducir sus capitales al infinito.
Para sus desgracias, los virus en general y los pandémicos en particular, no reconocen demasiado las clases sociales. Pero ni aún sabiéndolo, reconocen sus incoherencias sanitarias. Siguen empujando hacia el abismo a esta sociedad comprimida desde todos los flancos, para alcanzar sus sueños dorados de poder absoluto. Aunque nada quedase en pie, se sentirían triunfadores si sus deseos de desaparición total de sus enemigos ideológicos se hiciera realidad, tal como intentaron hacerlo en la noche dictatorial.
Es hora de quitarles el respirador mediático y anularles la posibilidad de alimentar a la sociedad con falsas noticias; de obturarles el camino fácil de los fallos a medida, los fiscales evasivos y los jueces de sentencias dóciles. Esta es la tarea insoslayable para estos tiempos donde la vida, el derecho humano por antonomasia, no puede quedar ni un sólo minuto más en manos de las maquiavélicas ambiciones de sus eternos asesinos.
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