jueves, 10 de diciembre de 2020

ABSTENCIONES

Por Roberto Marra

Para no hacer de mi ícono pedazos / Para salvarme entre únicos e impares / Para cederme lugar en su parnaso / Para darme un rinconcito en sus altares / Me vienen a convidar a arrepentirme / Me vienen a convidar a que no pierda / Me vienen a convidar a indefinirme...    (El necio – Silvio Rodríguez)

La abstención implica, siempre, un acto de indefinición. Quien se abstiene de hacer o decir algo, no termina de poner en claro lo que piensa ni de plantear una alternativa frente a lo que resulta ser la causa de su renuncia a manifestarse con claridad. Quien no “muestra sus cartas” por completo, está poniendo en duda su propia capacidad de discernimiento o, en todo caso, demostrando su cobardía. Abstenerse es fracasar, es la exaltación de una cómoda “tercera vía” para no resolver nada ante dos posiciones adversas entre sí.

En los ámbitos legislativos, esta alternativa es utilizada mucho más de lo esperable de quienes, se supone, están ejerciendo una representación de un arco ideológico que les dió un mandato basándose en sus posiciones ante cada uno de los temas trascendentes que deberán enfrentar. Los ciudadanos eligen a sus representantes para que manifiesten sus posiciones sin tapujos ni cortapisas ni “chicanas” politiqueras.

Si en la política interna de una Nación ya resulta incoherente, entre ideología y acción, este modo de no expresarse con tajante claridad frente a definiciones importantes, en el ámbito internacional termina sirviendo a los intereses de los países dominantes, cuyas “influencias” provocan en muchos gobiernos una gozosa necesidad de parecerse a su amo imperial, antes que a evaluar la realidad por sus propios criterios y observaciones.

Así sucede en las organizaciones supra-nacionales en las cuales se pretenden decidir políticas comunes para actuar frente a determinadas situaciones que involucren a alguno o varios de esos países. La OEA es uno de esos lugares. Nacida como brazo organizativo de las políticas continentales de EEUU, su actuación no ha sido sino una constante prédica a favor de los intereses de sus “inventores”. Lejos de buscar “el bien común”, se ha dedicado a tratar de impedir el desarrollo independiente de las naciones que la constituyen, con la anuencia de los genuflexos y la indefinición de los cobardes.

Allí están desde hace más de 20 años, enarbolando la falsa bandera de “la democracia”, buscando derrocar un gobierno de una Nación que ni siquiera pertenece ya a ese serpentario pseudo-americano. Sus acciones, si no fuera por lo dramático de las consecuencias, servirían para una comedia de enredos, antes que para manifestar posicionamientos sobre graves temas internacionales. Sus “resoluciones”, sólo pueden servir para regodearse del fracaso ajeno, para intentar doblarles el brazo a los gobiernos no adictos a sus modos y pareceres, sin importarles jamás los sufrimientos de la población del país atacado.

Venezuela a realizado otra elección. La número 26 desde la aparición fulgurante de ese líder que emergió de una historia plagada de inequidades y sufrimientos que su revolución pacífica vino a intentar dejar atrás. Pero no tuvo descanso ni pudo actuar con libertad para solucionar tamaños despropósitos sociales heredados. La persecución se inició el mismo día que asumió su primer mandato, y así siguió después de su (sospechosa) muerte, con su sucesor Nicolas Maduro.

Estigmatizado hasta el hartazgo, mostrado como un vulgar dictadorzuelo propio de las películas clase B holywodenses, es bastardeado su accionar desde todos los ángulos. Siempre la duda sobre su credibilidad, siempre la sospecha sobre “el régimen”, definición rastrera si las hay para un gobierno popular. Gobiernos europeos que han adquirido sus riquezas a costa de los genocidios provocados en otros continentes o gobiernos “cipayos” de este lado del Mundo reunidos en sus sucios “grupos de lima”, todos intentando jaquear a ese supuesto enemigo feroz de la democracia que los obnubila por dos décadas.

En el colmo de la ingerencia, solventan a un autoproclamado “presidente” cuya capacidad de acción y reconocimiento popular es nulo. El congreso de la ridícula “mayor democracia del mundo” le rinde honores a ese pelele como jefe de un estado del que se ha encargado de extraer unos cientos de millones de dólares para sus bolsillos y otros tantos traidores a la Patria de Bolívar. Amenazan, corrompen, destruyen, insolventan, golpean, invaden, cercan y bloquean, todo justificado en la “necesidad” de derrocar a una ”dictadura” que no para de generar actos electorales para ratificarse.

Desconocer un acto real, es propio de energúmenos. Proponer “sanciones” a una Nación independiente, es natural sólo para quienes desconocen el derecho internacional. Pretender decidir lo que debe o nó hacer un gobierno de otro país, es un acto reñido con lo establecido en la endeble pero única organización mundial en la que participan todas las naciones del Planeta, la ONU. Intentar el derrocamiento de ese gobierno en base a decisiones de un grupo de personajes creídos de sus superioridades morales, es el espanto de un Mundo donde los valores han sido vendidos al mejor postor y la libertad es una entelequia cuya manifestación resulta casi imposible. Poner en duda la legitimidad del gobierno venezolano es un acto indecente, una ridícula pero dolorosa muestra del poder de quienes nos siguen dominando a su antojo, haciéndonos afirmar lo que no es ni nunca fue, para el íntimo regocijo de quienes serán los únicos “ganadores” en esta oscura guerra declarada al enemigo “chavista” (o “kirchnerista”, o “lulista”, o “correista”, y así de seguido).

No definirse del todo, esa cobarde condición del que no se atreve a ser libre, no sirvió nunca ni servirá para evitar los ataques del imperio. Abstenerse en una votación sobre la legitimidad de una elección en Venezuela a la que no se envió veedores, aún cuando su gobierno invitó a hacerlo, es renunciar a la verdad, es sostener certezas que no se verificaron nunca, es traicionar los principios que remiten a lo más profundo de nuestra tradición en defensa de las soberanías de las naciones, incluyendo la nuestra.

No hay diferencia alguna, en la práctica, entre gritar “fraude” y decir que no se sabe si lo hubo, cuando no se tuvo la decencia de enviar a ese mismo abstencionista a verificarlo “in situ”. No hay diferencia entre la denuncia de falta de “derechos humanos” del imperio y sus secuaces, y adherir a lo manifestado por ese engendro repugnante conducido por una ex-presidenta chilena que nunca fue respetuosa de esos derechos en su nación, quien tampoco participó en la verificación del último acto electoral del País de sus pesadillas.

La historia siempre le termina dando la razón a los valientes que se animan a ir más allá de los simples seguidismos al poderoso de turno. Tarde o temprano, las palabras de quienes no esconden sus ideas ni temen manifestarlas ante quien sea, terminan ganando la partida de la verdad, haciendo añicos los espúrios manejos de la política por parte de los turbios gobiernos de la desesperanza continental. Es tiempo de soltar las amarras del temor al amo que ya no puede serlo, de volver a la soberana capacidad de sostener la bandera de la solidaridad con quienes nunca dejaron de serlo con nuestra Nación. Y es la hora decisiva de la defensa ineludible y sin ambages de cada gobierno de los países de nuestra Patria Grande que contengan en sus genes los mismos preceptos de justicia social que alimenta la esperanza de nuestro propio Pueblo.

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