Imagen Página12 |
La movilización sindical del
pasado 29 de abril marca un jalón importante en el curso de los acontecimientos
políticos. La impulsaron los cinco agrupamientos que se autodefinen como
centrales obreras; la deserción final de Barrionuevo no altera para nada el
significado de la acción: una movilización unida y multitudinaria del
movimiento obrero organizado contra las políticas públicas desarrolladas en los
primeros cuatro meses de gobierno por la coalición de derecha triunfante en las
últimas elecciones. En estas horas, la impresionante movilización de
trabajadores en Comodoro Rivadavia (el Comodorazo, como se lo mencionará a
partir de ahora) refuerza la idea de un nuevo momento del movimiento obrero
argentino, fenómeno que ocupará un lugar central en la evaluación de las
relaciones de fuerza entre el proyecto neoliberal en marcha y el movimiento
popular.
Lo primero que impacta es la amplitud del arco sindical convocante.
Varios de los dirigentes sindicales que impulsaron la marcha estuvieron entre
los apoyos explícitos del nuevo gobierno apenas iniciada su gestión y se insinuaba
hasta hace poco un nuevo capítulo del acuerdo de hecho entre gobierno y
sindicatos que en la década de los noventa facilitó el proceso de
privatizaciones, enajenación del patrimonio, desindustrialización, caída del
salario y aumento en flecha de la desocupación. Sin embargo, es muy difícil
hoy, después del trágico balance de aquel proceso, la reedición de la trama
empresarial-sindical que le dio sustento político; así vino a subrayarlo de
modo tajante la movilización del 29. Es la expresión de un movimiento sindical
que, aún en la división entre diversas organizaciones, llega a esta etapa
después de un proceso de fortalecimiento orgánico y político. Los años de
kirchnerismo fueron años de expansión de la demanda popular, de impulso a la
reindustrialización, de recuperación inédita del empleo, de convenciones
colectivas de trabajo sin piso y en un contexto de fortaleza gremial, de
recuperación consecuente del salario y de conquistas de nuevos derechos,
particularmente en los eslabones más débiles del movimiento. La permanencia de
índices en baja pero considerables de empleo informal afecta el balance pero no
lo niega. Esta referencia histórica es un gran dato de la lucha política en la
Argentina: las clases dominantes no cuentan hoy con la poderosa palanca que
significó el desmadre inflacionario y el derrumbe económico en los años previos
al triunfo del menemismo. No es un movimiento obrero desmovilizado y en
retroceso el que enfrenta este nuevo capítulo del neoliberalismo; en esa
diferencia radica buena parte de las posibilidades actuales de resistir el
curso puesto en marcha furiosamente por el macrismo. En eso consiste uno de los
grandes logros del proceso político de los últimos años.
El episodio tiene un peso político que desborda los límites sectoriales.
En primer lugar por su indudable influencia en el conjunto del pueblo
argentino. El movimiento obrero organizado puso su impronta en las grandes
páginas de la resistencia popular a las políticas de los sectores del poder
económico concentrado. Así fue en los años de la resistencia posterior al
derrocamiento de Perón, como en el enfrentamiento antidictatorial que tuvo su
página central en la virtual insurrección del pueblo cordobés en Córdoba, en
mayo de 1969. Aún en la época de la colusión entre el menemismo y la jerarquía
sindical-empresarial fue un vasto sector sindical organizado en el Movimiento
de Trabajadores Argentinos y en la Central de Trabajadores Argentinos el que
produjo los actos más importantes de rechazo a la reconversión neoliberal. Las
pequeñas y medianas empresas, los empresarios importantes vinculados al mercado
interno, amplios sectores profesionales y culturales, los universitarios,
técnicos y científicos, los barrios populares, un amplísimo arco de sectores
sociales ha reconocido siempre en el movimiento obrero a un animador de sus
reclamos y de sus luchas: así es desde hace muchas décadas y así vuelve a
insinuarse en nuestros días.
La clave de este resurgimiento en un nuevo nivel del movimiento obrero
es la “unidad en la acción”, una poderosa síntesis política que viene a
producir una ruptura con un proceso de divisiones cuyas causas y cuyo
significado habrá que seguir discutiendo. Siempre hubo tensiones y divisiones
entre distintas tradiciones sindicales, particularmente entre quienes sostenían
posiciones más apaciguadoras del conflicto y más negociadoras y quienes
impulsaban la lucha frontal en defensa de sus derechos. En todo caso, lo
específico del proceso de división en la CGT y la CTA durante los últimos años
es el hecho de que algunos sectores y dirigentes que habían sostenido una línea
de combatividad en los años del menemismo pasaron a una línea de enfrentamiento
con los gobiernos kirchneristas que los colocó, de hecho, en el cuadrante
político de quienes hoy gobiernan el país y practican las políticas que acaban
de ser masivamente repudiadas. Así y todo, la unidad en la acción fue posible.
Y lo fue porque la dinámica del avance neoliberal en el mundo del trabajo
asumió la forma del ataque al poder adquisitivo del salario (devaluación,
tarifazos, condicionamiento de las paritarias) y su contracara necesaria de
despidos estatales y privados. Esto es sustancial porque la cuestión del
salario y del nivel de empleo está en el corazón de cualquier política
económica y de cualquier política pública en general; es la expresión más
concentrada de la relación de fuerzas entre el capital y el trabajo. Cualquier
definición del neoliberalismo, en el país y en todo el mundo, tiene en su
centro la cuestión del avance del capital sobre el trabajo; del capital sobre
el derecho a la tierra, al techo y al trabajo, como postula el papa Francisco.
De modo que la lucha por el salario y el empleo es políticamente central en
estos días.
¿Es la unidad en la acción el techo de lo posible para el movimiento
sindical en esta etapa o puede avanzarse hacia la unidad orgánica y
programática? Si miramos el pasado, la cuestión insinúa muchas dificultades.
Nadie puede ocultar la existencia de muchas cuestiones litigiosas, factibles de
ser pensadas como trabas para esa unificación. Es evidente que la unidad no
puede ser ideológica porque no hay una ideología que una a todos los
trabajadores y a sus representantes. Tampoco puede pasar por una única posición
políticoelectoral porque aquí también hay diferencias visibles. La cuestión es
si existen un conjunto de líneas unificadoras en lo que concierne a los
derechos de los trabajadores en su relación con los patrones y con el Estado.
Venimos de una época en que el centro de esa agenda era ocupada para algunos
dirigentes por la cuestión del piso para el impuesto a las Ganancias. Es decir
un tema que concierne a un sector ampliamente minoritario de la clase
trabajadora, aún cuando sea legítima su discusión y eventualmente el reclamo.
Hoy la agenda ha cambiado y tiene en su centro el punto central de la cuestión
laboral, el salario y el empleo. No se trata de dos cuestiones sino de una sola
cuestión: el desempleo es el arma central del poder económico para el
disciplinamiento de los trabajadores en la dirección de aceptar una baja en el
salario real; así lo exige, según la interpretación neoliberal, la
“competitividad” de la economía argentina. Por eso, la cuestión no es meramente
coyuntural sino que acompañará toda la experiencia de la relación de los
trabajadores con la coalición conservadora que hoy está en el gobierno.
Claro que el solo enunciado de la cuestión del salario y el empleo no
constituye un programa político; son posibles muchos abordajes políticos que
pretendan constituirse en soluciones aptas para el reclamo sindical. Y es
lógico que en el movimiento obrero organizado puedan convivir distintos
proyectos al respecto. Pero la hoja de ruta de un proceso de unidad orgánica y
programática no puede sino pasar centralmente por ese punto. La cuestión no se
resuelve en el plano corporativo del conflicto y la negociación sino en el de
la lucha política por el poder. Pero justamente para esa disputa por el poder
es que hace falta un movimiento sindical unido que esté en condiciones de
impulsar la lucha contra el ajuste neoliberal. Y es esa lucha la que crea
mejores condiciones para una solución política favorable a los intereses de los
trabajadores.
Para el espacio político que reivindica la experiencia kirchnerista y
se pronuncia por su recuperación crítica y superadora, la cuestión del
movimiento obrero es crucial. Lo es por su influencia social nacional y por la
naturaleza estratégica de lo que lo enfrenta a los planes neoliberales. Ninguna
agitación sectaria y ningún pase de facturas históricas deberían nublar la visión
de la nueva situación política que se ha abierto y que constituye una gran
oportunidad. Una oportunidad para impulsar el paso a primer plano de una amplia
camada de nuevos dirigentes gremiales de empresa y de organizaciones de primer
grado en la dirección de una profunda renovación y democratización del
movimiento, entendida como tarea del propio movimiento. No es un momento para
anclarse en la queja por el sindicalismo realmente existente sino de encarar la
tarea de su renovación. Una renovación que no vendrá de la mano del clásico
discurso antisindical y antiperonista que le llama democracia sindical a la
atomización y a la despolitización del movimiento obrero. Una renovación que
vendrá de una amplia discusión política cuyo mejor marco será un proceso de
unificación orgánica.
*Publicado en Página12
No hay comentarios:
Publicar un comentario