Por Roberto Marra
Por increíble que parezca, en medio del drama al que está sometida la mayoría del pueblo argentino, algunos miembros del peronismo siguen actuando con una ceguera y una vanidad que ignora tanta desgracia popular, apostando por empujar al compañero que adversan porque les molesta para sus ascensos dirigenciales.
Tanta ignorancia elegida, tanta brutalidad incomprensible para un supuesto defensor de la Doctrina más solidaria que haya sido generada en nuestro País, sólo demuestra que ni la peores circunstancias políticas, económicas, sociales y culturales como las que se viven ahora, sirven para alejar las vanidades de los engreídos y los afanes de los hambrientos de poderes individuales.
Desplazan lo importante, oscurecen la comprensión de la realidad, sintetizan en ellos lo que nos llevó a una derrota que, con sus miserables actitudes, prometen repetir. Lejos de las necesidades de los postergados, abandonan el camino de la construcción de una esperanza nueva que permita terminar con esta nefasta etapa de decadencia social, institucional y, sobre todo, moral.
No hay disculpa alguna para ese tipo de egoísmos. No hay perdón posible para la cultura del "yoismo" y la visión con anteojeras que ningunean a compañeros valiosos y sabios, sólo para cumplir con sus objetivos personales, tan miserables como inútiles, porque aleja a quienes buscan salidas y conductores leales que abran la participación y el protagonismo popular como metodología.
Conducir un Movimiento debe ser, cada vez más, la síntesis de las experiencias y capacidades de todos quienes tengan algo que decir y proponer. A partir de esos debates calientes, de esas escuchas sinceras, de esas búsquedas colectivas, habrán sí de surgir los auténticos dirigentes, los verdaderos conductores, los líderes que resuman esa fuerza popular incontenible capaz de mostrar el camino que todos caminarán convencidos. Las experiencias están para estudiarlas y para evitar los tropiezos con las mismas piedras.
Esas y no otras debieran ser las herramientas para sentar las bases que aseguren la construcción de una estructura política que dispute en serio el poder, el de verdad, el que importa, el que determina el desarrollo de una Nación.
Es eso, o dedicarse a la estúpida pequeñez de sentirse parte de algo que sólo es un remedo de liderazgo, un estrecho pasadizo al abandono de los ideales, el triste final de una Doctrina que no nació ni podrá ser jamás imitación de la que sustente a los enemigos de la Patria.
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