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Por
Roberto Marra
El
hambre, esa lógica manifestación derivada de las necesidades de
alimentación del cuerpo humano, es tan normal como saciarlo. Pero
hacerlo, cada vez que se siente, no parece serlo tanto, a estar por
lo que sucede cada día entre millones de personas en el Planeta.
Comer, ese acto tan elemental como necesario, hace demasiado tiempo
que se ha convertido, para esos individuos, en un pequeño gran lujo,
en una actividad de compleja resolución, en una desesperante
búsqueda diaria por lograr acceder a semejante obviedad demandada
para la sobrevivencia.
Pero
el hambre está a la vuelta de la esquina, bajo algún alero
protector de las noches de fríos que hielan de solo pensarlos. Está
escondida en los ranchitos miserables de las villas del olvido,
durmiendo sus dolores con algún matecocido. Está en las manos
extendidas de los pibes que ruegan una moneda para soportar la
desesperación del dolor de sus entrañas por no consumir más que
mendrugos duros y sucios. Está en la mirada sufriente de las madres
tiradas en las puertas de las casas de un Dios que parece no ver lo
que se esconde bajo las exhuberantes arquitecturas que intentan
honrarlo con oropeles que ofenden la razón.
El
hambre no es el simple resultado de la falta de comida. Es la
condición perversa de los que conducen el sistema económico y
social que nos atraviesa, con el único objetivo de elevar sus
fortunas. No es una casualidad aparecida por un error en los procesos
productivos, sino una obscena “necesidad” derivada de la
aplicación de criterios economicistas estudiados para maximizar
ganancias, los que generan estos “daños colaterales” ocultos por
la maquinaria propagandística que, a su vez, sirve de amnésico
colectivo para el olvido permanente de lo que está a la vista de
quien quiera verlo.
Pero
el hambre más atroz es el que sucede en territorios feraces como los
nuestros, en tierras capaces de brindar todas las variedades de
alimentos, en medio de una naturaleza que solo necesita del trabajo
fecundo de sus habitantes. Pero ahí también aparece la condición
humana atravesada por las divisiones clasistas, hundiendo a los que
ya no se necesitan para la reproducción de las opulencias de los
“ganadores” del sistema, en las peores miserias, escondiéndolos
bajo la alfombra de la indignidad y del olvido.
Entonces,
nos parece sorprender la muerte de niños indígenas en Salta, como
si no se supieran las condiciones de pobreza extrema derivadas de las
explotaciones irracionales de las que, paradójicamente, son sus
tierras, robadas con maniobras leguleyas por empresarios preocupados
solo en aumentar la productividad de sus explotaciomes, dejando al
costado del camino, en una oscura y aletargada vida, a centenares de
seres humanos sin derechos.
Otra
manifestación de la brutalidad oligárquica, apañada y sostenida
por gobiernos y jueces cómplices de semejantes desvaríos inhumanos,
prestos a allanarles el camino a los pendecieros de traje y corbata
que aplastan con indigencia y hambre (justamente) a quienes les
resultan un obstáculo para sus mega-desarrollos. Allí mismo la
engreída “nobleza” salteña, la que nació corrupta llevando a
la muerte al enorme Güemes con tal de mantener sus privilegios, ha
conducido a esa Provincia, tan rica en posibilidades de generar
alimentos, hacia la muerte cotidiana de niños desnutridos, mientras
su último gobernador pasea su apátrida condición y sus
obscenidades millonarias por el viejo mundo.
No
caben razonamientos enrevesados ni análisis prodigiosos. No se
precisan estudiosos internacionales ni científicos de lejanas
universidades para saber las razones de semejante escarnio. Solo será
necesario que se termine con las causas del abandono vergonzante, que
se acabe con el poderío de los poderosos, que se ataque a los
repugnantes constructores de esta realidad apabullante de nuestra
condición humana. Simple y dura, la razón deberá prevalecer sobre
los perversos y sus cómplices, haciendo añicos sus privilegios y
desarmando las corruptas estructuras gubernamentales que los
sostienen, para proveer a los desnutridos con el imprescindible
alimento de la justicia social.
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