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Por
Roberto Marra
Uno
de los temas más complejos para resolver en los países de Nuestra
América, es el de las fuerzas armadas, incluyendo en ellas a todas
sus variantes. Desde las policías, pasando por el ejército
terrestre, la marina y la aviación, todas han sido y siguen siendo
reductos de las más complejas relaciones con los pueblos a los que,
se supone, deben servir, al menos según las lógicas de sus
creaciones originales.
A
partir de allí, la utilización de los ejércitos derivó en una
cada vez mayor distancia entre los pueblos, que eran quienes que los
proveían de tropa y recursos, y los integrantes de esos batallones
conducidos por una oficialidad que provenía, en la mayoría de los
casos, de las mismas familias poderosas que se fueron apropiando de
las riquezas naturales y los beneficios de la entrega al imperio de
turno. Y quienes no pertenecieran a los árboles genealógicos de
esos abolengos generados a sangre y fuego contra los originarios de
cada nación, también fueron ganados por la ambición de
pertenencias oligárquicas que les aseguraran predicamentos sociales,
sin importar lo que costara para las vidas de sus habitantes.
El
siglo XX sirvió para marcar la profundización de esa brecha entre
los pueblos y sus fuerzas armadas, con la aparición de los golpes de
estado, formas prácticas de evitar los cambios estructurales que
aparecieron como necesarios a medida que el desarrollo de las fuerzas
productivas provocaron los reclamos por sus derechos ignorados o
pisoteados, por las ambiciones desmedidas de los poderosos dueños de
la tierra y los medios de producción que eran además, quienes se
apropiaban, siempre fraudulentamente, de los gobiernos y toda su
estructura administrativa.
La
prepotencia imperialista de Estados Unidos luego de la segunda Guerra
Mundial, fue acentuando su relación con esos ejércitos ya
profundamente intrusados por las ideas y las prácticas
antipopulares, que sirvieron de “anticuerpos” para la aparición
de figuras relevantes de entre sus propias filas, que llegaron a
consustanciarse con las necesidades de sus pueblos, pero que fueron
al poco tiempo reducidos a la condición de perseguidos políticos,
terminando en exilios involuntarios o directamente asesinados.
El
sumun de todas las distancias entre los pueblos y los ejércitos, se
dieron en las dictaduras surgidas para contrarrestar a esos gobiernos
populares florecidos al calor de las luchas por los derechos más
obvios para la condición humana. Y fueron justamente esos derechos
los aplastados por las dictaduras sangrientas que, con el apoyo
irrestricto del imperio, dieron rienda suelta a las peores
perversiones que se hayan conocido, dejando una secuela muy difícil
de revertir. Aún así, en Argentina se logró lo que en ninguna otra
nación en el ámbito de la justicia hacia las aberraciones cometidas
en eso gobiernos de facto, condenando ejemplarmente a sus cabecillas.
El
encadenamiento de la aparición de gobiernos populares en Nuestra
América entre finales del siglo XX y principios del presente,
generaron algunas experiencias de maneras diferentes de
relacionamientos con las fuerzas armadas, a las que se las intentó
conducir cambiando los ejes de sus funciones, retornando a las
originales, que no eran otras que la defensa de los territorios
nacionales. Con mayores o menores éxitos, los intentos prosperaron
en algunos países y fracasaron en otros, o no se aplicaron siquiera
en algunos.
Como
siempre, las imprescindibles prioridades del desarrollo
socio-económico fueron postergando las decisiones de modificaciones
profundas en los ámbitos de las fuerzas de seguridad policiales, las
que continuaron con muchas de sus corruptelas y complicidades con
delitos a los que estaban obligadas a combatir. Atravesadas por
semejantes envilecimientos de sus funciones, se fueron convirtiendo
más en un problema que en una solución. Máxime cuando eso
gobiernos populares fueron “sentenciados a muerte” por el Poder
que, con las más diversas tácticas, retornaron a asumir las
gobernanzas perdidas durante poco más de una década.
La
prepotencia, la vileza y la brutalidad se multiplicaron, por efecto
de las “necesidades” de los gobiernos neoliberales por mantener a
raya las lógicas rebeldías a sus desmanes económico-financieros.
Los conductores de tales despropósitos apretaron el acelerador de la
muerte y el desprecio por los derechos individuales, otorgando el
beneficio de ser considerados “héroes” a los asesinos y
“malvivientes” a los luchadores sociales.
Ahora
le toca a Bolivia ser protagonista mundial de una masacre provocada,
justamente, por esas fuerzas de (in)seguridad desprovistas del menor
sentido humano, revolcadas en la mugre del desprecio a los pueblos
originarios, de los que ellos mismos provienen, pero niegan. Ahora
reviven los conceptos autoritarios de esas fuerzas armadas
defendiendo al enemigo de su propio Pueblo, el que las armó, el que
las puso a custodiar su Patria reconquistada, a la que atraviesan con
sus espúrios y miserables ataques a la condición humana de sus
habitantes más pobres y desvalidos.
La
historia es la mejor maestra de nuestro futuro, la veleta que nos
señala la dirección correcta del viento popular, la base segura
donde pisar sin ser arrastrados al abismo de la desaparición
nacional. Es en ella que debemos abrevar, para solidificar las ideas
legadas de aquellos grandes hacedores de los sueños mil veces
postergados. Es desde ellos, con sus más concretos pareceres y
señalamientos, que se podrán reconstruir las nuevas fuerzas armadas
en cada uno de nuestras naciones. Es con ellos que habrán de abrirse
las puertas al tantas veces despreciado concepto de “ejércitos
populares”, devenidos de nuestras génesis libertarias, arraigados
a la tierra de la que deberán ser sus más fieles custodios.
El
retroceso ha sido brutal. La muerte se enseñorea e inunda de sangre
y dolor a nuestra amada Bolivia, mientras “la embajada” aplaude
con el odio propio de sus egocentrismos sustentados solo en el poder
de las armas y el dinero robado en todo el Planeta. Los imbéciles
seguidores de esas pseudo-religiones inventadas para la ocasión,
festejan sus próximas muertes, creídos de pertenencias que jamás
les dejarán asumir de verdad. Y los auténticos dueños de estas
tierras, los despojados por la fuerza de todos sus derechos, los
sometidos antes con el látigo y ahora con las balas, regresan a
donde uno de los suyos, un verdadero Patriota continuador de lo que
intentaron sus ancestros, quiso y logró sacarlos.
Solo
queda la esperanza en que esa necesaria fuerza interior que promueve
nuestras rebeldías, logre emerger de tanta muerte incomprensible y
destroce las mentiras, aplaste las palabras del odio abyecto y haga
tronar el escarmiento definitivo, que ordene regresar al punto de
partida de aquella historia ocultada por centenias, para poder
construir al fin una Patria Grande defendida por el único ejército
que de verdad vale: el de su Pueblo liberado.
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