Por
Roberto Marra
Nada
como parecer neutral o imparcial para adquirir el falso don de la
ecuanimidad en las opiniones. Eso pareciera ser como una ley en el
mundo del periodismo, cuyas más conocidas figuras realizan un
permanente esfuerzo para mostrarse alejado de cualquier tipo de
parcialidad, aún en hechos con los que resulta imposible no
poseerla.
Cuando
de elecciones se trata, se refieren a ellas con ese criterio,
impostando equidad en el tratamiento con los candidatos, poniendo en
un mismo nivel de relevancia a personajes de muy oscuras referencias,
con demostrados estadistas. Nos hacen escuchar “todas las
campanas”, dicen. Pero al hacerlo, colocan las mayores dudas sobre
quien esté desafiando al Poder, las suficientes para comenzar a
sospechar que lo que estuvimos viviendo hasta ese momento, no parece
tan seguro de ser real. Esto es particularmente visible en los casos
de gobiernos de extracción auténticamente populares, mostrados
siempre como sospechosos de corrupciones de todo tipo, atravesados
por presunciones de culpabilidades de cualquier característica.
Con
el escudo de la neutralidad siempre al frente, entrevistan además a
supuestos analistas con eternas vocaciones de imparciales, cuyas
historias personales anulan. Es con esa “palabra santa” del
observador aséptico en cuestión, que nos traerán la aparente
auténtica verdad, alejada de lo que llaman, generalmente, fanatismo.
El
otro rubro jamás soslayado por estos escribas, es el de las
encuestas. Tan reales o tan falsas como lo deseen quienes las pagan,
servirán, invariablemente, para envolver el proceso electoral en
ciernes con una nube de sospechas, sobre todo si se trata de un
gobierno popular con pretensiones de continuidad. En realidad, los
números no importan tanto como las sensaciones que dejan sus
análisis forzados, tratando profusamente las razones de los fracasos
y olvidando o soslayando los datos positivos de la gestión evaluada.
Estos
periodistas participarán de esos clásicos paneles televisivos junto
a otros periodistas, ámbito donde mostrarán sus vocacionales
“imparcialidades”, para regocijo de los dueños de los medios,
irremediablemente comprometidos con quienes pautan sus publicidades
allí. Es que de esa manera se aseguran el negocio, postergando la
verdad para mejores tiempos, ocasión pocas veces dada en la
historia.
En
esta “Era” de la mentira programada, de la justicia olvidada, de
la razón en manos de los perversos, del miedo a perder el mendrugo
diario, no parece extraño el proceder de estos periodistas
complacientes del Poder. Pero causan daños irreparables. Postergan
la vida de millones de personas acorraladas por las falsedades que
las mantienen subdesarrolladas, inermes ante el ataque de los más
horrendos procederes de los poderosos. Anulan las salidas que ya
parecían estar al alcance de las manos de los sometidos, y cierran
las puertas del virtual infierno en el que se sobrevive, solo para
continuar con sus privilegiados puestos de relatores de la realidad
tergiversada, que fabrican cada día.
La
libertad, esa palabra tan usada por ellos, pero tan vilipendiada por
sus procederes, termina siendo un sueño empobrecido y vano de las
mayorías, atadas al carro de la ignorancia insuflada por estos
cronistas de la irrealidad, cualunques reservorios de la inmoralidad
de un Poder al que sirven, mintiendo. A nosotros, y a ellos mismos.
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