Por
Roberto Marra
Ahí
estaba, mostrando todo su esplendor de siempre. Se notaba desde lejos
su aspecto dorado, su consistencia crocante, ese brillo especial de
lo recién hecho. Grande y con curvas pronunciadas, con algunas
protuberancias generadas por el aire insuflado durante el proceso que
la llevó a su creación. Todavía parecía despedir de su superficie
el vapor remanente producido tras su inmersión en ese lago de óleos
calientes que le otorgó el color final. Aún permanecían, en
algunas pequeñas hondonadas, restos aceitosos resultantes de su paso
por el caliente continente del que se había rescatado.
Cerca,
otras formas y colores exhibían sus particulares características,
que invitaban a recorrerlas y saborear con la mirada, tanta enjundia
demostrativa de sus dejos de picantes atractivos. Mezcladas entre sí,
parecían como un cuadro de Picasso, un arte conjugado para la
felicidad sensitiva y potenciar la necesidad que arrastra la mirada
incontenible hacia tanta belleza consumada en un solo lugar.
Alrededor
de todas ellas se movian presurosas algunas personas que iban y
venían, trayendo y llevando más y más belleza, dejando a su paso
miradas casi lascivas, penetrantes, obcecadas en alcanzar más que
pronto toda la gracia allí reunida, sentir de cerca sus perfumes y
desatar la pasión del consumo para saciar el hambre que semejantes
presencias generaban.
Pero
no parecía destinado a todos ese festín sensitivo. Un muro
transparente no les dejaba, a muchos, acercarse a ese enjundioso
ámbito donde se reunían todos esos placeres casi imposibles. Otra
pared, invisible pero más fuerte todavía, no les permitia ni
siquiera intentar atravesar la puerta que veían abrir y cerrarse
decenas de veces para que las crucen los afortunados poseedores de lo
que a ellos les faltaba, que se retiraban abrazando enormes paquetes
que despedían esos aromas añorados desde hacía tanto tiempo.
Y
así pasaban las horas, mirando lo imposible, enjugando sudores y
lágrimas, observando el reflejo de sus tristes figuras desalineadas
en el cristal que los separaba de deseos tan elementales. Esperaban
silenciosos el final del día, cuando ya casi nadie atravesaba esa
mágica puerta por donde salían sus deseos inasibles. Anhelaban que
quedara al menos una de esas bellezas doradas que los habían
cautivado desde el mediodía, para atreverse a pedirle al dueño de
ese local que les otorgara la gracia de recibirla para sostenerse un
día más con la fuerza necesaria para sobrevivir a sus desgracias.
Cuando
al fin, el autor de tan bella exposición del fruto de su trabajo
diario accede a brindarles ese dadivoso premio a sus persistentes
miradas, se abrazarán agradecidos a esa majestuosa presencia
grasosa, olerán sus enfriados aromas y la devorarán con pasión
desesperada, rememorando, con cada bocado, los cercanos tiempos
aquellos donde jamás hubieran soñado que esa simple milanesa con
papas fritas, podían llegar a ser un lujo.
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