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Imagen Página12 |
Por Sandra Russo*
Todo es coreográfico. Un ballet
del despojo. También de despojo del lenguaje. Cada día se hace más verosímil en
el mundo la visión de George Orwell cuando imaginó 1984. En su momento, se pretendió
que la profecía de Orwell se agotaba en un reality show. Un Gran Hermano que
mirara, que vigilara constantemente de día y de noche. Pero Orwell pensaba más
allá. El Gran Hermano tenía más que ver con lo que revelaron mucho después
Julian Assange, John Snowden, Hervé Falciani. Es decir: la existencia de un
poder extendido más allá de lo visible y confesado, más allá de lo publicado en
los diarios, más allá de lo legal, que desplegara herramientas para mantener a
la población bajo control. Un control a su vez extendido mucho más allá de las
acciones: un control que se infiltrara en los deseos, las ilusiones, los miedos
personales. Capaz de perdurar a pesar de la filtración de sus propios delitos
–como el espionaje a diferentes autoridades de otros partidos u otros países–,
gracias a esas herramientas. La más obvia es la comunicación. Pero
paralelamente a esas visiones, Orwell observó que la primera condición
favorable a ese poder autoritario y degradante era la decadencia del lenguaje.