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Más allá del clima emocional
que la rodeó, la intervención de Cristina Kirchner en el acto popular que la
recibió en Comodoro Py produjo una novedad política y discursiva de mucha
importancia. La ex presidenta propuso un “frente ciudadano”. Puso el sustantivo
“frente”, característico de las propuestas populares y de izquierda a través
del siglo XX, al lado de una expresión a la que suele ser más frecuente
encontrar en el vocabulario liberal o liberal-democrático. La palabra frente
tiene algo así como una doble historia: por un lado, los frentes realmente
existentes, sustentados en acuerdos entre fuerzas y sectores diferentes que
acuerdan unirse en una circunstancia concreta, sobre la base de una plataforma
común; por otro lado, la palabra fue utilizada como síntesis de una determinada
estrategia política, para designar el arco de fuerzas factible de ser unida en
una coyuntura determinada, aún cuando tal unidad no se hubiera hecho todavía
efectiva. En la historia de las izquierdas posterior a la Primera Guerra y a la
Revolución Rusa, la definición del frente a construir, y particularmente el
grado de su amplitud, fue un factor central de las disputas políticas y una de
las causas frecuentes de sus divisiones. Frente obrero, frente popular, frente
democrático... cada formulación traía consigo un grado distinto de radicalidad
y amplitud política, cuyos respectivos extremos eran el sectarismo y el
oportunismo.
Curiosa palabra la elegida por la ex presidenta para un frente que,
por lo menos por ahora, pertenece a la especie de las fórmulas estratégicas y
no a la de los acuerdos políticos reales. El comienzo del apogeo de la
ciudadanía puede ubicarse en la Revolución Francesa, nada menos que en el contexto
de la proclamación de los derechos “del hombre y del ciudadano”. Es decir, fue
la revolución burguesa la que puso en el centro el concepto de ciudadanía, como
fundamento cultural de la común pertenencia a un estado-nación. Fue Thomas
Marshall, un sociólogo y economista inglés, quien en 1949 formulara una
interesante interpretación de la ciudadanía en el contexto del capitalismo. Se
trata de una perspectiva optimista que piensa la historia de la ciudadanía en
occidente, en términos de evolución progresiva y hasta rectilínea: el siglo
XVIII es el siglo de la “ciudadanía civil”, el de los derechos individuales; el
siglo XIX es el de la “ciudadanía política”, que gira en torno de la ampliación
(masculina) del derecho al voto y el siglo XX es, finalmente, el de la
“ciudadanía social”, expresada en una serie de derechos legalmente reconocidos
a los trabajadores y a los sectores más pobres de la sociedad. El optimismo de
la periodización expresa el clima de la época en que fue pronunciada, en la
situación de la segunda posguerra, la reconstrucción de las economías europeas
y el comienzo de los Estados de Bienestar en la zona más desarrollada del
mundo. Más que por ese ingenuo esquema evolucionista, las reflexiones de
Marshall adquieren actualidad, en cuanto colocan en el centro las relaciones
tensas y contradictorias entre la sociedad capitalista y la ciudadanía. La
ciudadanía es pensada como pertenencia a la comunidad nacional; una pertenencia
que tiene como requisito central la construcción de un piso básico de derechos
dentro de una sociedad sistemáticamente creadora de desigualdades, como la que
gira en torno al capital. Marshall dice que el concepto de ciudadanía ha
llegado a ser “el arquitecto de una desigualdad social legitimada”.
Los llamados “derechos sociales” son el núcleo duro de la ciudadanía
contemporánea. Funcionan como un pacto de clases, en el que las desigualdades
originadas en la economía se compensan con un conjunto de prestaciones sociales
que permiten vivir a todos como personas “civilizadas”. Buena parte de la
doctrina de la ciudadanía social surgió de los sectores más lúcidos de la
burguesía y no tuvo ninguna revolución social en su agenda; era más bien una
ideología pragmática que completaba en clave sociológica las claves de política
económica fundadas por Lord Keyness. Razonablemente la izquierda partidaria de
la revolución impugnaba el discurso de la ciudadanía como relato embellecedor
del capitalismo y ocultador de sus tendencias inevitables a la concentración de
la riqueza y al crecimiento de la desigualdad. Es en ese registro que el
entonces coronel Perón les habló a los empresarios en la Bolsa de Comercio, en
agosto de 1944. Allí presentó su proyecto de justicia social, sustentado en una
fuerte representación sindical de los trabajadores, como única alternativa a la
radicalización de las masas y su inevitable consecuencia, la guerra civil.
A pesar de nuestro culto a la propia excepcionalidad, nuestro país
atravesó, a su manera, las grandes peripecias mundiales de las últimas décadas.
Conoció su estado social de la mano del peronismo a partir de 1945, con
llamativa simultaneidad a la generalización de las conquistas obreras en el
mundo, particularmente en Europa. Vivió la crisis y la derrota de las políticas
de industrialización y redistribución de los recursos, basadas sobre una fuerte
intervención estatal, desde mediados de los setenta del siglo pasado, a partir
de la gran crisis del capitalismo de entonces y el comienzo de su
reestructuración bajo la égida del capital financiero. Nuestra dictadura fue,
junto con la chilena, una de las experiencias del laboratorio neoliberal, en la
dirección que adquiriría potencia mundial con los gobiernos de Thatcher en Gran
Bretaña y Reagan en Estados Unidos. En 1989, mientras la caída del muro de Berlín
señalaba el fin del campo socialista hegemonizado por la Unión Soviética, el
nacimiento de la breve experiencia del mundo unipolar y el consenso universal
del neoliberalismo, en Argentina comenzaba una nueva etapa de la reconversión
estructural, cultural y política del país, bajo el imperio de esa ideología.
Sin forzar demasiado el esquema teórico, podemos aceptar que estos tiempos, los
del nuevo siglo, son tiempos de crisis de la ciudadanía. No es solamente una
época de restricción de los derechos laborales y sociales –que también lo es,
como lo atestiguan las políticas europeas de la “austeridad” y el rumbo
autoritario e imperial que profundiza la primera potencia mundial– sino que es
una instancia de segregación de cientos de millones de seres humanos sumergidos
en la pérdida de los más elementales derechos civiles y políticos, como lo
revela la llamada “crisis humanitaria” que sufren masas de personas de Africa y
el Oriente medio, emigrados hacia una Europa cada vez menos hospitalaria y en
pronunciado giro xenófobo y racista.
Los doce últimos años en la Argentina son dignos de ser pensados en
clave de historia de la ciudadanía. El capitalismo argentino no dejó de ser
creador y reproductor de enormes desigualdades (laborales, medioambientales,
regionales, de género y otras). No se eliminó la pobreza ni la exclusión
social. Sin embargo, tuvimos un Estado actuando a contracorriente,
interviniendo, redistribuyendo, activando y politizando regiones de la
convivencia social que estaban enterradas en la naturalización (“pobres habrá
siempre”, pontificó Menem en su momento). Se ampliaron derechos, se
incorporaron sectores antes marginados, se estableció la solidaridad como valor
central a desarrollar (la patria es el otro). Basta para establecer este juicio
el contraste con la crueldad estatal desplegada en estos meses con la
megadevaluación, los tarifazos, los despidos masivos, la represión de la
protesta laboral y la criminalización de la protesta social como el que
sostiene la ilegal detención de Milagros Sala. De manera que la fórmula del
frente ciudadano podría ser interpretada como un amplio acuerdo en defensa de
la ciudadanía, entendida esta última como pertenencia a la comunidad y derecho
de participación en el patrimonio común.
La ciudadanía sigue teniendo su sede en el Estado nacional. No
significa que la calidad de su ejercicio en ese ámbito no esté condicionada por
la profunda crisis del capitalismo mundial, por la escandalosa concentración de
la riqueza y el poder a escala planetaria, o por el carácter predatorio y
timbero que ha adquirido el funcionamiento de las finanzas globales (el caso de
los Panama Papers ilustra la masiva inclusión de los ricos entre los ricos de
nuestro país en este paradigma). Pero la fantasía de una ciudadanía global que
predominó en la década de los noventa ha cedido su lugar a la evidencia de que
la única sede posible de los derechos ciudadanos está alojada en la política
nacional, la única en la que funciona el incompleto principio de “un
ciudadano/a-un voto”. Ciudadanía es un nombre posible de la patria, como sede
de la pertenencia común. Como la muestra la experiencia de la última década
–particularmente en el sur de América– existen espacios de soberanía y
autonomía de la política respecto de los poderes globales, cuya exploración le
da a la política el único sentido que puede legitimarla.
Frente ciudadano no es entonces una estructura, ni un molde al que
adaptar la realidad política. Es la construcción de un principio de
diferenciación central para la disputa política. Un principio que no separa a
un partido o a una coalición de otra, ni a un dirigente de otro, sino que
postula la defensa del ejercicio de la ciudadanía como el motor que le puede
dar impulso a una práctica política. Una concepción que proyecta el debate más
allá de los episodios electorales. Que lo coloca en el lugar del “buen vivir”
que evocan nuestras culturas originales. Que entronca con la tradición de lucha
de los trabajadores, de los sin tierra y sin techo y las une con el vasto
universo de quienes necesitan políticas públicas que protejan a los vulnerables
y que defiendan el desarrollo autónomo del país.
*Publicado en Página12
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