Portada del nuevo libro de Sandra Russo |
En el caso de la ex presidenta
argentina, una de las cosas que me intrigaban en 2010, antes de hablar con
ella, era precisamente –como dije– su tipo de feminidad. Porque había advertido
además y lo seguí confirmando que ella defendía su “coquetería” –lo expresa
así– como un derecho personal, digamos que como millones de mujeres, mientras
que hay otros millones que usan zapatos bajos, pero piensan muy distinto de
Merkel. Es decir, no hay nada intrínseco de lo femenino en un zapato. Lo que
hay son lecturas sobre un zapato en particular en un contexto determinado. Y
esas lecturas y esos contextos generalmente no están bajo el control de esa
mujer, ni de mujeres.
Sobre su maquillaje, Cristina dijo en público varias veces que “desde
chica me gusta pintarme como una puerta”. Decirlo así formaba parte de una
posición tomada sobre el asunto. No era que se pintaba mucho y ya, sino que se
pintaba mucho a conciencia y además lo verbalizaba como una elección. Como
quien dijera: no me van a venir a decir a mí cómo tengo que maquillarme.
En efecto, una de las críticas sexistas que comenzó a recibir en 2008
fue esa: exceso de maquillaje (después fue acusada de muchos otros “excesos”).
Esa crítica en particular contenía un ingrediente de clase. Las mujeres de las
clases más acomodadas usan maquillaje invisible o directamente usan la cara
lavada. No las que tienen dinero, sino las que tienen apellidos. Sin embargo,
esa crítica traspasaba el sexismo y lo hacía jugar políticamente. Baste
recordar nuestros noventa.
La fiesta neoliberal con arranque peronista y continuidad radical
impregnó de Versace la escena nacional. Mientras se destruía la industria, se
privatizaban las empresas estatales y se ajustaban los salarios, el dorado, el
animal print y las narices y las tetas operadas no molestaban. El menemismo y
su estética kitsch fueron un telón de fondo apenas pintoresco para los maridos
de las mujeres de maquillajes invisibles, dado que eran ellos los que estaban
ganando mucho dinero.
Cristina se pinta con los colores y la densidad de las chicas de los
años setenta que desaparecieron. Uno de esos parecidos que siempre me llamó la
atención fue el de la hija de Estela Carlotto, Laura, cuyo recordatorio sale
publicado, como tantos miles, todos los años en el diario Página/12. La foto de
Laura la mostraba con los ojos delineados y sombreados en un estilo muy similar
al de Cristina. Era como un tatuaje de su generación.
Y el pelo, y la cintura. Cristina siempre tuvo cintura. De todas las
presidentas que me acuerde es la de vestuario más entallado, con vestidos o
conjuntos marcados por un cinturón o unas pinzas. Eso le dio una silueta
diferente a la de, por ejemplo, Merkel. Hay una curva en Cristina que no está
en Merkel. Y sobre el pelo, sintetizando, la alemana lo usa corto y apenas
pasando la nuca. Es un corte práctico, que le corresponde a esa personalidad
que no tiene tiempo para vestirse, peinarse o maquillarse. Cristina persiste en
su melena que inevitablemente necesita ser producida cada día con secador y
cepillo para estar impecable. Hay algo en su cabellera que está sexuado y que
provoca una sorda reacción, no solo entre opositores.
De modo que al cabo de tantas diferencias en relación con el cuidado
de sí y de la manera de transmitir en público una personalidad, se arriba a la
conclusión de que, en este contrapunto de feminidades tan distintas, cuando se
trata de cuestiones de poder, queda más a la vista que nunca que el patriarcado
es una cuestión de poder. El establishment mediático que sostiene un modelo de
mundo al que Angela Merkel no solo es funcional, sino neural, apenas si se
sirvió de los rasgos de su feminidad. Merkel no es noticia por sus zapatos, más
allá de cómo sean, sino por sus decisiones, que son las que se comunican a
través de miles de dispositivos mediáticos diarios, y que la desdibujan como
mujer porque precisamente lo que quieren que irradie su figura pública es
poder.
De esta manera, Merkel representaba el opuesto a la frivolidad. ¿Y
quién se daba tiempo para la frivolidad según la prensa? Cristina Fernández,
claro. Por eso me interesa rescatar su propia lectura política de esa operación
periodística del Corriere della Sera de 2008 porque, aunque ya sabemos que el
cuento era falso, no sabemos cómo y por qué se le ocurrió a una periodista
italiana mentir descaradamente y con tanto desprecio por una mandataria
latinoamericana. No sabemos si ella ofreció la nota o se la pidieron de la
redacción. Pero lo cierto es que fue publicada, que el diario no quiso
disculparse pese a saber que había ofrecido a sus lectores información
envenenada y que, como interpretó la propia ex presidenta, esa información no
estaba dirigida a revelar la frivolidad de Cristina, sino a denunciar su
hipocresía. Dar un discurso sobre el hambre y salir a gastarse 160.000 euros en
joyas y sábanas de lujo no retrata a una mujer frívola, sino a una mujer de
doble discurso y poca moral.
LO QUE LOS MEDIOS PERDONAN Y LO QUE NO
Cuando una persona, hombre o mujer, es realmente frívola, no hace
falta que los medios lo expliquen, solo que lo muestren. El público se da
cuenta enseguida de la frivolidad, ya que la frivolidad nunca es un secreto,
sino que incluye su exhibición: la frivolidad contiene su propia norma y
excluye la culpa. Ninguna persona realmente frívola –caracterizada básicamente
por ese rasgo, que en dosis tenemos todos, y a mi criterio, por suerte– lo
disimula. Basta recordar: “La Ferrari es mía, mía, mía” de Carlos Menem ante el
impudoroso regalo que recibió en su segundo mandato, y hasta el exceso de
velocidad en una ruta con la Ferrari, y su sonrisa cómplice ante los
periodistas de entonces, que lo dispensaron: después de todo, ¿quién no se
excedería de la velocidad permitida en una ruta si manejara una Ferrari? Qué
pillo ese presidente que excedía los límites de velocidad.
La frivolidad en las mujeres no solo no es peligrosa, sino que es
alentada permanentemente por la cultura de masas. A menudo se la confunde con
la alegría o el optimismo. La frivolidad femenina es –se diría– en ese nivel de
sentido de los grandes medios y el marketing, la regla que permite generar
noticias sobre mujeres inteligentes o concentradas en problemáticas
específicas. La dirigente política, la científica, la luchadora por los
derechos de alguna minoría, la directora de una corporación, la asociada a un
estudio jurídico de renombre, la empresaria exitosa, son noticia porque
precisamente son casos que han dejado atrás la tontera de género que se nos
atribuyó durante siglos.
El tratamiento mediático en relación con algunos atributos de las
mujeres con poder político no está vinculado apenas con el sexismo, sino que
usa al sexismo para traficar la crítica política. Eso me empezó a parecer
cuando vi la otra foto que recuerdo de Angela Merkel. Había sido tomada en la
Opera de Oslo, adonde la canciller había concurrido por invitación del rey
Harald V de Noruega. Ella lucía un vestido negro con un escote tan profundo
que, si no hubiese sido Merkel la que estaba adentro de ese vestido, sino
Cristina, con esa sola foto hubiesen salido decenas de tapas de revistas
hablando de su ninfomanía o algo por el estilo. Sin embargo, Merkel, decían los
medios, lo había pasado muy bien esa noche y “había deslumbrado” con su
atractivo. Algunos de los títulos de diarios europeos que publicaron la foto
fueron “Merkel saca pecho” o “Merkel enseña escote”.
El portavoz del gobierno alemán, Thomas Steg, hizo entonces una
declaración al respecto, no porque los medios hubiesen criticado a la
canciller, sino porque la habían halagado. Merkel “no esperaba provocar tal
furor con el traje de noche, que no era más que un intento de salir de la rigidez
de vestuario de un jefe de Gobierno”, dijo. Finalizó afirmando, con una sonrisa
compartida por los cronistas, que Merkel obtuvo “gran reconocimiento” por su
vestido.
En materia de mujeres al comando de poder político, primero hay que
saber qué política aplica para entender si el pelo largo o corto, si la cara
pintada o despintada, si el taco bajo o alto son rasgos positivos o negativos.
No es importante qué tipo de feminidad se tenga cuando se está en lo más alto,
sino a quién se beneficia o se perjudica con las políticas que se aplican. El
sexismo, al fin y al cabo, siempre es más una herramienta de dominación que un
manual donde está escrito cómo debe ser una mujer. Sea como fuere esa mujer, el
sexismo garantiza que apenas haga algo que ponga en peligro el statu quo, solo
por ser mujer, podrá ser objeto de las críticas que indefectiblemente
circularán para abonar la idea de que esa mujer no está a la altura de las
circunstancias.
*Publicado en Página12
No hay comentarios:
Publicar un comentario