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Cualquiera que sea la posible caracterización del capitalismo, en su
mutación neoliberal, hay un hecho que se impone: el carácter ilimitado del
mismo. El capitalismo se comporta como una fuerza acéfala, que se expande
ilimitadamente hasta el último confín de la vida. Esta es precisamente la
novedad del neoliberalismo, la capacidad de producir subjetividades que se configuran
según un paradigma empresarial, competitivo y gerencial de la propia
existencia. Es la “violencia sistémica” del régimen de dominación neoliberal:
no necesitar de una forma de opresión exterior, salvo en momentos cruciales de
crisis orgánicas y en cambio lograr que los propios sujetos se vean capturados
por una serie de mandatos e imperativos donde los sujetos se ven confrontados
en su propia vida, en el propio modo de ser, a las exigencias de lo
“ilimitado”.
Desde muy temprano las vidas deben pasar por la prueba de si van a ser
o no aceptadas, si van a tener lugar o no, en el nuevo orden simbólico del
mercado. El mercado funciona cómo un dispositivo que se nutre de una permanente
presión que impacta sobre las vidas marcándolas con el deber de construir una
vida feliz y realizada, la creciente expansión del fenómeno de la autoayuda da
testimonio de ello, construcción imposible ya que lo “ilimitado” de las
exigencias del capital están hechas para impedir la realización plena que se
demanda. Es una explotación sistemática del “sentimiento de culpabilidad” que
formalizó Freud en “El Malestar en la Cultura”.
De este modo, las epidemias de depresión, el consumo adictivo de
fármacos, el hedonismo depresivo de los adolescentes, las patologías de
responsabilidad desmedida, el sentimiento irremediable de “estar en falta” el
“no dar la talla”, la asunción como “problema personal” de aquello que es un
hecho estructural del sistema de dominación, no son más que las señales de que
el capitalismo contemporáneo nace tal como lo confirma la cultura
norteamericana con la primacía del yo y los distintos relatos de
autorrealización formulados para sostenerla.
Las exigencias de lo ilimitado del Capital no van sin la propagación
de la autoayuda, la inflación de la autoestima cuyo reverso obsceno esconde la
peor condena de la propia existencia. Hasta el extremo de provocar en los
sujetos un sentimiento de culpabilidad por el hecho de la propia finitud. La
dominación de lo ilimitado necesita colaboradores culpables y deudores de algo
imposible de satisfacer.
Ya no se trata de la clásica alienación, esa parte extrañada de uno
mismo, ahora el neoliberalismo se propone fabricar un “hombre nuevo”, sin
legados simbólicos, sin historias por descifrar, sin interrogantes por lo
singular e incurable que habita en cada uno. Todo esta dimensión de la
experiencia humana debe ser abolida al servicio de un rendimiento, que esta por
encima de las posibilidades simbólicas con las que los hombres y mujeres
ingresan al lazo social. En este aspecto hay que recordar que la experiencia
del amor, de lo político, de la invención poética y científica, exigen siempre
de la referencia al límite. Lo que hace pensar que el carácter ilimitado de la
voluntad del capital por perpetuarse, expandirse y diseminarse por doquier,
introduce una inevitable pobreza de la experiencia. Que significa pensar, hacer
política, desear transformar lo real, operaciones siempre limitadas cuando se
enfrenta al poder ilimitado del capital. Esta condición ilimitada, y por tanto
sin salida, no es el viejo panóptico ni el Leviatán, es una mezcla de Matrix
con Alien, una voluntad que “se quiere a si misma” en una reproducción
ilimitada que se presenta cómo un fin de la historia catastrófico.
Cabe preguntarse qué tipo de santidad laica debe abrirse ante
nosotros, para salir del circuito culpabilizante de la “salud mental”
neoliberal y no ceder a los designios del “consumidor consumido” con las que se
regodea el tiempo histórico que nos toca vivir. Aunque sea metafóricamente,
intentamos hablar aquí de un nuevo tipo de militancia.
* Psicoanalista y escritor.
Publicado en Página12
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