”Como
Jamie (Galbraith), yo también creo que la macroeconomía ortodoxa está
acabada; lo que pasa es que no todos los zombies que la practican
reconocen que están muertos.”
L. Randall Wray, profesor de Economía de la Universidad de
Missouri-Kansas City, conferencia dictada en el simposio de la Allied
Social Sciencie Associations, organizado por la American Economic
Association, Denver, enero 2011.
Los inocultables inconvenientes que comenzó a enfrentar el Gobierno
en materia económica tienen en el área fiscal un frente complejo. No
sólo por mayores tensiones en las cuentas públicas, sino porque el
análisis dominante está moldeado por ideas ortodoxas sobre el manejo de
las finanzas del Estado. En esa concepción existe una suerte de mundo
óptimo de cuentas en equilibrio o, mejor aún, en superávit.
Ese
resultado es un fin en sí mismo, sin importar cómo se obtiene o cuál es
el impacto en la economía. Por ese motivo el ajuste es la vía reiterada
en los insistentes consejos de economistas y analistas enrolados en la
corriente de pensamiento de la ortodoxia, aunque también están
acompañados de algunos heterodoxos. Evalúan la situación fiscal separada
del resto de variables macroeconómicas claves. Para ellos es lo mismo
si el mayor gasto público, que erosiona la solidez de las cuentas, se
debe a crecientes pagos de deuda, como en los noventa, o tiene su origen
en fondos orientados a obra pública, subsidiar actividades generadoras
de puestos de trabajo o a fortalecer la asistencia social. No les
interesa el destino de esos recursos, que obviamente tienen efectos
diferentes en las bases del crecimiento del Producto. Sólo se ocupan de
si pueden generar déficit fiscal. Esa obstinada fijación en las cuentas
públicas, que irradia un escenario de incertidumbre convocando el
fantasma de peligros inminentes, requiere de fuertes antídotos para no
caer en las trampas del fanatismo fiscal de los zombies.
Las cuentas públicas no se analizan por separado del esquema de la
política económica general y su patrón de funcionamiento, puesto que se
trata de esferas conectadas. La consistencia de la política fiscal sólo
puede juzgarse en el contexto de un determinado régimen económico, que
incluye los objetivos globales de la política pública. Evaluar en
términos puntuales el saldo de las cuentas públicas, como es usual en el
análisis convencional, no permite saber cuál es el grado de solvencia
fiscal. Es clave identificar entonces los mecanismos que vinculan las
diferentes esferas de la macroeconomía para lograr una caracterización
precisa de los determinantes de la trayectoria del sistema fiscal.
El marco conceptual lo brinda el colombiano Pascual Amézquita Zárate
en la investigación El déficit fiscal y desarrollo económico al afirmar
que “un paradigma del modelo económico predominante es que el déficit
fiscal ha de evitarse pues acarrea efectos nefastos. Pero hay evidencia
que muestra cómo desde principios del siglo XX se aplicó la palanca del
déficit fiscal para impulsar el desarrollo económico. ¿Por qué se
renunció a un modelo que permitió el crecimiento vertiginoso de
economías de mercado como Estados Unidos, Alemania o Japón? ¿A quién
beneficia el modelo del equilibrio fiscal?”. Amézquita Zárate concluye
que el gasto público y el déficit no son un obstáculo para el
desarrollo, sino una palanca del mismo, que la única restricción
importante es que la expansión no tenga como destino la esfera
financiera, o sea la especulación o para cubrir quebrantos de bancos,
como han hecho Estados Unidos y Europa, sino que se irradie al sector
real de la economía.
En términos prácticos, esa concepción enfrenta en la economía
argentina algunas limitaciones, por la preeminencia del discurso fiscal
ortodoxo y por la existencia de estrechos márgenes de financiamiento. En
perspectiva histórica, la situación fiscal, excluyendo los aportes de
otras fuentes (Anses, adelantos y ganancias del BCRA), no es
inquietante. Pero persisten márgenes rígidos para el despliegue de la
política fiscal, que el kirchnerismo ha forzado, por ejemplo con el pago
de deuda con reservas. Una de esas restricciones está marcada por la
experiencia de los ’80, cuando el creciente déficit fiscal originado por
la carga de la deuda y subsidios a grandes empresas fue monetizado,
cuyo desenlace fue un descalabro económico. La otra, en los noventa,
cuando el previsible desequilibrio fiscal de un esquema de
convertibilidad fue financiado con más deuda y liquidación de activos
públicos con las privatizaciones. Esto derivó en un fuerte aumento de
los pasivos estatales hasta niveles insostenibles que terminó en
default. La cesación de pagos cerró el acceso al mercado voluntario de
crédito a tasas adecuadas.
De esa forma quedaron restringidas dos vías tradicionales de
financiamiento de la economía. Con muy poco margen para emitir con el
objetivo de cubrir las cuentas fiscales, aunque el desequilibrio sea
poco relevante, como hacen gran parte de las economías en el mundo. Y
sin posibilidad de colocar deuda en el mercado para cubrir vencimientos o
financiar desequilibrios de las cuentas por el prolongado castigo del
mundo financiero por la declaración de un inmenso default.
El superávit fiscal fue entonces la variable de sustentación
económica y política de los primeros años del kirchnerismo. Ese
excedente permitió asegurar el pago de la deuda con independencia del
humor de los mercados financieros. Los superávit gemelos (fiscal y
comercial) aseguraron un marco sólido para hacer frente a los
vencimientos externos: el Gobierno disponía de los pesos del saldo
fiscal para comprar los dólares (en el mercado o al Banco Central)
provenientes del intercambio comercial, y con ellos pagar la deuda.
El propio desarrollo de la dinámica económica exigió dar más
respuestas fiscales a crecientes demandas. Una vía para eludir
restricciones y ampliar el margen fiscal fue pagar deuda con reservas.
Al mismo tiempo el superávit se fue reduciendo, aún más en la fase
recesiva del ciclo durante 2009, como estrategia para evitar un
retroceso más intenso del nivel de actividad y sus consiguientes costos
sociales. Este año se presenta con una situación similar, partiendo de
un frente fiscal menos holgado.
No es usual que las economías mantengan superávit de las cuentas
públicas por mucho tiempo. En el caso argentino fue inédito por sus
antecedentes. El repentino saldo fiscal positivo se convirtió
rápidamente en un fetiche. Por eso resulta importante precisar las
fuentes de ese superávit, para relativizar las voces que reclaman su
inmediata recuperación, puesto que su origen estuvo asociado a tres
fenómenos vinculados con la megadevaluación de 2002. Primero, el aumento
de los ingresos del Estado por la recuperación de la economía y
reintroducción de las retenciones a las exportaciones agropecuarias
beneficiadas por un tipo de cambio real muy alto. Segundo, el ajuste
inicial del gasto público. Por último, la menor incidencia de los pagos
de los servicios de la deuda por el default y posterior reestructuración
de los pasivos externos.
Desde una perspectiva histórica, tanto la economía local como las
cuentas del Estado han logrado resistir con una mayor solidez que en el
pasado el impacto negativo de la crisis internacional. Un aspecto
crucial en el frente fiscal es evitar hoy a los zombies de la ortodoxia,
que atemorizan con el efecto inflacionario de la expansión del gasto
público. Ni en años anteriores ni en éste, el fiscal fue motor de la
inflación.
Las fuentes de los recursos para financiar las cuentas públicas
necesariamente adquieren mayor complejidad. Por eso las tensiones que
surgen en el frente impositivo. Algunos fanáticos fiscalistas sugieren,
sin decirlo abiertamente, recuperar el superávit con la vía rápida de la
devaluación, como en el 2002, que implicaría elevados costos sociales y
laborales. Otro camino es conseguir mayor eficiencia en la recaudación,
la eliminación de privilegios tributarios, como la exención de
Ganancias a la renta financiera y a los ingresos de los jueces, y
sostener el marco general del crecimiento económico. A la vez,
consolidar el patrón de expansión del gasto público, que ha implicado
una erosión progresiva del superávit fiscal, enfatizando el sesgo
anticíclico orientada hacia el beneficio social evitando el despilfarro o
la inversión improductiva. De ese modo, la economía se capitalizará
resguardando el círculo virtuoso de aumento del Producto, más
recaudación y más gasto, eludiendo el ajuste que ofrecen los zombies.
*Publicado en Página12
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