La línea argumental en la que se apoya Hugo Moyano para fundar el
cambio de sus relaciones con el Gobierno tiene un interés específico,
más allá de los episodios conflictivos que, con desdichada frecuencia,
va poniendo en escena la dirección cegetista.
En este punto, el caso de la disidencia encabezada por Moyano es
diferente. La especificidad de su discurso crítico consiste en que no se
estructura con relación al eje derecha-izquierda (o
combativismo-conciliación u otros del mismo porte) sino en torno de un
sujeto social concreto, los trabajadores. Las diferencias entre ambos
modos de enunciación quedan ilustradas en las últimas intervenciones del
líder cegetista, cuando expresa su solidaridad con Venegas y con
Zanola, a propósito del tema de los denunciados ilícitos de algunas
obras sociales en la comercialización de medicamentos. Difícilmente un
cuestionamiento de orden ideológico al Gobierno podría validarse
acudiendo a esas compañías.
De manera que el punto en el que se para el grupo cegetista es el de
los intereses de los trabajadores. Sitio crítico si lo hay en un
movimiento que tiene a la conciliación de las clases como un horizonte
doctrinario principal. Claro que la historia del peronismo realmente
existente puso en jaque más de una vez este presupuesto ideológico. La
aguda y documentada investigación de Daniel James (Resistencia e
Integración, el peronismo y la clase trabajadora argentina) muestra,
acudiendo a categorías elaboradas por Raymond Williams, el complejo
entremezclamiento entre la “ideología formal” y la “conciencia práctica”
en la masa peronista durante los años inmediatamente posteriores al
derrocamiento de 1955: mientras la primera subrayaba la justicia social
en el contexto de la armonía entre las clases, la segunda incorporaba
elementos centrales de la visión clasista de la historia que daban forma
a documentos como el de las 62 Organizaciones en la reunión de La Falda
en 1957. Es decir que el grupo que hoy conduce la CGT no habla un
lenguaje extraño a la tradición peronista sino que apela a uno de sus
aspectos, acaso uno de los más importantes.
Cuando poco antes de la muerte de Néstor Kirchner, Moyano proclamó,
en un acto masivo en el estadio de River, su deseo de que alguna vez “un
trabajador” fuera presidente de la República generó una escena que hoy
adquiere una significación muy especial. Cristina Kirchner le respondió,
en su habitual estilo coloquial-irónico, que ella trabajaba desde los
17 años. Hay en el intercambio algo más que una interpelación clasista y
una respuesta personalmente interesada. Está planteado acaso el núcleo
de las actuales tensiones. El líder de la central obrera habla como
representante principal de un sujeto social, Cristina le contesta desde
su pertenencia al colectivo social invocado; con un pequeño detalle: es
la Presidenta.
Con el correr del tiempo, las tensiones se han profundizado. El
liderazgo cegetista ha creído ver en el acercamiento del Gobierno a la
conducción de la central empresaria una señal de distanciamiento de los
trabajadores. En realidad, el acercamiento es consecuencia de un
importante cambio de la conducción de la UIA a favor de los sectores más
cercanos al Gobierno. Hoy interpreta que el retiro segmentado de los
subsidios a los servicios públicos es lisa y llanamente un ajuste
ortodoxo y que la “sintonía fina”, emblema oficial de la nueva etapa,
trae una reminiscencia menemista. En el corazón del discurso moyanista
está el hecho, ciertamente innegable, del apoyo electoral
abrumadoramente mayoritario que la Presidenta recogió entre los
trabajadores, en la elección de octubre último. El mensaje es
inequívoco: Moyano representa a los trabajadores y cualquier erosión
importante de la alianza con el Gobierno debilitaría los cimientos
básicos de la legitimidad presidencial.
Como en las cercanías del líder camionero se esgrimen argumentos que
incorporan el supuesto “giro a la derecha” del Gobierno resulta
habilitada una discusión del problema en términos de la tradición
ideológica de la izquierda. Particularmente está en discusión la
cuestión de los modos de la representación de los trabajadores, la
relación entre representación sindical y representación política. En
términos de Gramsci, la diferencia entre conciencia
económico-corporativa y conciencia política hegemónica. Claro que no se
trata de pensar la diferencia en términos esquemáticos, como si se
tratara de áreas perfectamente distinguibles en la práctica social. No
se puede ignorar, por ejemplo, la importancia política que tuvo la
resistencia sindical encabezada por el MTA de Moyano y la CTA de De
Gennaro a los programas económicos del neoliberalismo durante la década
del noventa. Era mucho más que la de por sí importante defensa de
conquistas laborales arrasadas en esa época; constituían una posición
política claramente definida en torno de valores como la defensa de la
producción nacional y la justa distribución de las riquezas, una
posición que solamente alcanzó hegemonía en el discurso público cuando
Néstor Kirchner asumió la presidencia en 2003.
La idea gramsciana de conciencia política tiene, sin embargo, una
importancia capital en el debate presente. Los sindicatos tienen un
papel decisivo en la defensa corporativa de los trabajadores. Y
“corporativa” no es una mala palabra ni una cuestión menor. En los
mencionados tiempos del neoliberalismo, el debilitamiento de los
sindicatos fue una de las premisas centrales del despliegue del proyecto
político entonces hegemónico. Desde la asunción del kirchnerismo hasta
hoy, la alianza Estado-movimiento sindical fue un eje del proceso de
transformaciones. Los beneficios mutuos son innegables: la alianza
contribuyó a la construcción de poder legítimo para un grupo dirigente
que asumió la conducción del Estado desde posiciones de gran debilidad;
fue también la herramienta para un mejoramiento general y sostenido de
las condiciones de vida de los trabajadores, el aumento de los ingresos,
la espectacular recuperación del empleo, la incorporación de excluidos
al sistema jubilatorio y, entre otros muchos indicadores, la
recuperación del rol social de los sindicatos.
Ahora bien, no es una alianza entre pares. Cualquier pretensión de
igualar las posiciones presupone un abandono de la perspectiva
gramsciana de la hegemonía. El Gobierno, a través de la Presidenta, ha
dicho reiteradamente que gobierna para los cuarenta millones de
argentinos, pero, al mismo tiempo, ha dejado claro que no es neutral,
que le da prioridad a los intereses de los más vulnerables. Tanto la
universalidad de la apelación (los cuarenta millones) como la prioridad
(los más vulnerables) son un ejercicio de la hegemonía. No pueden
someterse a una discusión estrictamente sindical. Los sindicatos pueden y
deben defender a los trabajadores en las paritarias (que ciertamente no
fueron recuperadas por el Espíritu Santo). Pueden y deben reclamar por
las más diversas reivindicaciones. Lo que no deberían sería subordinar
el interés de un proyecto político que los tiene por beneficiarios
principales a determinados logros circunstanciales.
Si de lo que se trata es de un cuestionamiento al proyecto político y
de una propuesta superadora desde el punto de vista del interés
político de los trabajadores, la arena central en la que esto debe
dirimirse no son los sindicatos. Es la política. Y la política demanda
“espíritu estatal”. Es decir la política no puede reducirse a satisfacer
demandas de los trabajadores. Se le exige que dé cuenta de los
intereses del conjunto nacional sin renunciar al punto de vista de los
más débiles. Eso es la hegemonía.
*Publicado en Página12
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