Por Roberto Marra
Las herencias, esos legados materiales e inmateriales que se transmiten a las generaciones que suceden a las anteriores, pueden ser asumidas por aquellas de distintas formas. Habrán quienes tomen los recaudos para sostener incólume lo heredado, sin modificar nada, convirtiéndolo en una especie de dogma conservador de “purezas”, tratando de homenajear a quienes les otorgaron el privilegio de ser sus herederos, estancándola en un tiempo que, obviamente, es irreproducible y que, muy probablemente, termine por relegar las verdaderas aspiraciones de los constructores de esas herencias. Por el contrario, estarán aquellos que decidirán olvidar los orígenes de lo heredado, las razones y las emociones que lo generaron, tirando al basurero de la historia ese legado, dilapidando sus probables enseñanzas o desdeñando sus previsiones no comprendidas.
Así estamos ahora en Argentina en ese vasto espacio ideológico que suele denominarse “campo nacional y popular”, constreñidos, por un lado, por quienes congelan la historia heredada para convertirla en discursos maniatados a consignas copiadas de los líderes momificados a los que suelen rendirles “homenajes” repitiendo sus palabras, pero sin advertir el contexto en que se dijeron ni las advertencias que implicaban; y por otro lado, por aquellos que sólo vislumbran los posibles “beneficios” que ese legado les puede significar en lo personal o grupal, dejando a un costado del camino las enseñanzas contenidas en aquel tiempo irreproducible, pero de existencia real que precedió al actual.
Lejos de la realidad, ignorando o no viendo lo evidente, o lo que es peor, dejando de lado lo que ven y escuchan con tal de abonar sus supuestos poderíos de liderazgos de cartón, transitan estos días quienes se pretenden representantes de una ideología que nació al calor de luchas que involucraron a millones de personas convencidas de la necesidad de ser parte de lo que estaba naciendo, de protagonizar el tiempo que les tocaba transcurrir, para construir eso que ahora mismo resulta ser la herencia que tenemos en nuestras manos como fuente de conocimiento auténtico de lo sucedido y argamasa imprescindible para levantar los nuevos cimientos de un mundo nuevo.
La novedad nos rodea, nos acucia, nos apabulla, nos sojuzga, nos aplasta. Pero también nos impele a modificar nuestros modos, nuestras palabras, nuestros objetivos sectoriales, pero jamás nuestras metas finales de conformar una sociedad equitativa, donde predomine la solidaridad y la felicidad popular. Estamos siendo arrasados material y moralmente. Los valores que otrora formaban parte indisoluble de nuestras convicciones, han desaparecido o se han reducido al triste papel de lo vacuo en discursos sin esencias ni trascendencias.
El presente se nos presenta como eterno por parte de quienes lo dominan. El Poder Real se regodea bailando sobre los restos de una sociedad apática y anómica, tomando para sí el fruto del trabajo de millones de idiotizados que ya no se reconocen como seres humanos, sólo como ladrillos blandos de un muro de inequidades donde se fusilan, cada día, las esperanzas que no se supieron construir con la firmeza requerida para impedir tamaña degradación.
Los líderes de otros tiempos, no tan lejanos, pero profundamente superados por la vorágine de un tiempo que no logran comprender del todo, siguen hablando de rescatar herencias de esos momentos casi felices como si fuera posible repetirlos sólo por recordarlos. Otros intentan enfrentar la realidad con lo que tienen a mano, priorizando las hambrunas, las indignidades y las miserias generalizadas, con métodos paliativos que, a pesar de los esfuerzos, no logran desatascar las consciencias de los padecientes, que vuelven, una y otra vez, a maniatarse con las cadenas del odio comprado al enemigo, autoinfringiéndose sus derrotas anticipadas, negándoles mejores herencias a sus hijos, que sólo podrán tener peores vidas que ellos mismos.
Algunos de esos líderes no miran nunca a los ojos de los sufrientes resultados de las políticas de los enemigos del Pueblo, y ni siquiera saben esconder sus miserias politiqueras. Sólo se miran en espejos que les deforman el presente y también el pasado, del que niegan sus enseñanzas, con tal de evitar dejar de ser las referencias que les permitan perdurar un rato más de sus vidas políticas, engañándose con popularidades de barro, diluyendo la realidad en el ácido de la auto-referencia, mientras los enemigos aplastan las ideas y minan el futuro con la anuencia de los inútiles que ofician de “democráticas oposiciones”.
El tiempo es demasiado veloz para desperdiciarlo en rencillas miserables o disputas de herencias ideológicas no entendidas. La vida pasa oscuramente ante los ojos de los pibes sin comida, sin casa ni padres que los cobijen. Las familias hace rato que dejaron de ser las unidades básicas de una sociedad disgregada a propósito por quienes sólo saben conducirnos hacia el abismo, dueños de la parafernalia comunicacional, de la palabra embrutecedora, del sistema educativo generador de intrascendencias, de la indignidad de los que ya no pueden trabajar en nombre de “la libertad”.
No hay tiempo para hacer tiempo. Es sí hora de reconstruirnos, de rearmar el rompecabezas ideológico heredado, de transformarlo con amarre en las nuevas herramientas tecnológicas y los nuevos conocimientos. Pero sin miedo a utilizar las viejas palabras, renovadas con nuevas acepciones, transformadas por nosotros mismos, dejando de lado los frenos de los estancados en la historia congelada y los olvidadizos absolutos de todo lo vivido. La base está allí, en la memoria incorrupta de quienes nunca abandonan la esperanza, en las ideas que jamás mueren, ni ante los peores enemigos, que no fueron, no son, ni serán invencibles. Es eso, o abandonar el barco soberano que, hace más de doscientos años, nuestros ancestros lanzaron al mar de la independencia que ahora mismo debemos reconquistar.
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