Hay una palabra que ha sido arrancada del vocabulario común. Es una palabra maldita para los poderosos, odiada por sus lacayos, ofensiva para sus escribas de la “gran prensa”. Lo es también, pareciera, para muchos de quienes dicen concebir la vida desde la doctrina nacional y popular por excelencia, olvidados tal vez de que era la compañera de su fundador quien más la repetía. Incluso llegan a relegarla para “mejores tiempos”, líderes de real valía y honestidad. Su pronunciación está castigada por los opinadores de lengua larga y cerebros cortos, siempre primeros a la hora de lamer las botas de los dueños del Poder Real. Más sancionada está por parte de los representantes directos o indirectos del imperio inmoral que pretende seguir siendo el tamiz de nuestras ideas y nuestros proyectos soberanos.