Hay una palabra que ha sido arrancada del vocabulario común. Es una palabra maldita para los poderosos, odiada por sus lacayos, ofensiva para sus escribas de la “gran prensa”. Lo es también, pareciera, para muchos de quienes dicen concebir la vida desde la doctrina nacional y popular por excelencia, olvidados tal vez de que era la compañera de su fundador quien más la repetía. Incluso llegan a relegarla para “mejores tiempos”, líderes de real valía y honestidad. Su pronunciación está castigada por los opinadores de lengua larga y cerebros cortos, siempre primeros a la hora de lamer las botas de los dueños del Poder Real. Más sancionada está por parte de los representantes directos o indirectos del imperio inmoral que pretende seguir siendo el tamiz de nuestras ideas y nuestros proyectos soberanos.
La maldecida, la odiada, la estigmatizada, la postergada, la castigada, la temible palabra es... revolución. Sí, ese sencillo término que viene marcando la biografía de los pueblos y las naciones desde hace siglos, está poco menos que prohibida en el léxico habitual. Nos la han quitado de las manos, nos ha sido escamoteada por los ladrones de nuestras vidas, que nos la fueron alejando de nuestras prospectivas populares. Ha sido enterrada en una tumba excavada por la reversión de la historia, que desanda el camino del desarrollo lógico, para adentrarse en el retroceso continuado hacia estadios profundamente negativos, perversamente construidos para asegurar la continuidad de los predominios que aseguren las fortunas de los afortunados y niegue el pan de cada día a los desarrapados de siempre.
Hay que desenterrar esa palabra y ponerla nuevamente en acción. Hay que darle otra vez el alimento de las voces populares y las ideas que promuevan su buen uso para comenzar con la imprescindible tarea de transformar la vida en dignidad, el progreso en crecimiento moral, el desarrollo en construcción de sociedades sin dueños elegidos por dioses del ocaso ético. Hay que hacer pasar esa palabra otra vez por los recuerdos de los mejores tiempos, para re-interpretarlos, para adaptarlos a los futuros que demandan los nadies de la historia, para que sean ellos los actores principales de esa inmensa tarea renovadora de las almas y las materias, sin otra conducción que la necesaria para llevar la máquina del tiempo soberano hacia la próxima estación del regocijo popular. Porque no hay muralla que pueda detener a un pueblo decidido a cambiarlo todo, a modificar las estructuras mismas de un sistema que pervierte los sentimientos populares. Y no existe correlación de fuerzas negativa que sea insalvable, para realizar lo que demanda el momento histórico que nos atormenta.
Y hay que hacerlo ahora, antes que los perversos de turno acaben con los últimos vestigios de esto que fuera una Patria, transformada ahora en un reducto de miserias y miserables que pretenden dejarla en manos del peor postor, vendiendo el alma de este Pueblo atravesado por la derrota cultural y la insolvencia material provocada por los mismos de toda la vida nacional, con rostros algo distintos, pero con sus odios permanentes.
No basta con unidades de poca monta, que pretendan llamar a nuestro lado a los que siempre traicionan. No alcanza con plantear las necesidades y promover salidas “consensuadas”. No sirven las caretas pretendidamente conquistadoras de un mediopelo siempre listos para cruzarse de vereda. No solucionan los problemas radicales que atraviesan a las grandes mayorías populares, las promesas de futuras inversiones y derrames, ni tampoco los compromisos con quienes la prometen, esos falsos agentes de la destrucción y el saqueo de nuestros territorios.
“La revolución es un sueño eterno”, decía un gran escritor argentino. Estamos obligados a hacer realidad esos sueños, porque generación tras generación seguimos atascados en un tiempo de barro, donde nos hundimos cada vez más, donde se nace sólo para llegar a la muerte sin haber sentido jamás el beso de la vida, la caricia de la felicidad, la saciedad del alma. Todo por no permitirnos tomar en nuestras manos el destino, atravesados por el miedo promovido desde quienes se pretenden dueños eternos de todos y de todo, siempre en nombre de dioses que parecieran contemplarlos sólo a ellos.
Revolución es la palabra necesaria del momento. Revolución es el término que podrá modificar los desvarios genocidas de los perversos y construir otra vez la esperanza olvidada en algún rincón de un pasado que no podemos dejar que nos roben también. Revolución es lo que se requiere para poder volver a mirar a los ojos a los abandonados, a los castigados de por vida, a los que a diario pierden todo. Revolución es ser de verdad constructores de una comunidad organizada, donde la realización individual sólo sea posible si todos tienen el mismo acceso a tenerla. Revolución es la palabra que nos invita a caminar, atravesando los vientos de la decadencia, con el canto dichoso de quienes descubran que nada es imposible cuando la unidad tenga como fin supremo, la mejor de las justicias: la social.
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