Por Roberto Marra
Hay muchas cosas que molestan de los neoliberales, derechosos, facistoides o como se les quiera denominar. Pero lo que realmente colma la paciencia y anula la posibilidad de cualquier tipo de consideración, es la soberbia con la que se expresan, la absoluta seguridad de “tener la razón”, el permanente modo altanero y despreciativo sobre quienes manifiestan poseer otra ideología. Utilizan un lenguaje y un razonamiento dirigido a destruir la autoestima del oponente, con la burla como arma fundamental y el odio como alimento de sus vituperios permanentes.
Con esos tipos (y tipas) no puede haber diálogo alguno, porque sus objetivos son la destrucción de quien se lo proponga. Puede que haya que escucharlos, para conocer para donde van cada día sus amenazas y a quienes dirigen sus insultos, pero resulta ridículo pensarlos como participantes de un debate honesto y transparente. Y sí que eso trae complicaciones profundas en los ámbitos parlamentarios donde están insertos estos personajes siniestros, por la incongruencia entre sus postulados negacionistas del otro y la obligatoria y constitucional manera de atender los asuntos legislativos.
Poseen mucha capacidad dañosa, por el apoyo que reciben de ese Poder Real que se vale de las instituciones del Estado de todos los modos que puedan, incluso legislando a su favor con “sus” propios representantes. Se multiplican en cada elección, por la inmensa cadena comunicacional de la que se sirven para destacar por sobre los demás contendientes a los cargos. Cuando logran mayorías o, al menos, minorías que pueden impedir las votaciones de normas que perjudiquen a sus amos locales y transnacionales, anulan cualquier avance que pudiera intentar hacerse desde el ejecutivo.
Eso, si éste se anima a hacerlos. Porque otra condición que se genera por la existencia de estos gorilas dominantes, es la característica del retroceso permanente de los objetivos estructurales de la gestión presidencial, por efecto del temor a perder las votaciones de los proyectos de leyes o el daño que les pudiera provocar las campañas de terror informativo que se desatan desde los medios hegemonizados por los mandantes de esos homínidos autopercibidos como “legisladores”.
Encrucijada compleja la de estos tiempos de “democracia” secuestrada por el Poder Real. Realidad avarienta de valentías y arrojos, de retomes de las historias abandonadas, de ansias revolucionarias perdidas entre desvaríos de los “no se puede”. Protagonismos dejados en mínimas manos, poco proclives a la firmeza ideológica y la coherencia entre dichos y hechos. Pueblo desolado y quieto, atrapado entre la necesidad de la lucha y el miedo al regreso de los muertos vivos del neoliberalismo.
El dilema está ahí, y los enemigos, deshonestos promotores de todos nuestros males, también lo saben. Previniéndose en salud, atacan antes que se mueva la primera pieza de este ajedrez político, intentando anular las reacciones que debieron ser acciones. La militancia espera, como en estado catatónico, que se les pida hacer tal o cual cosa, sin que nazcan desde ella misma las movidas capaces de cancelar los poderíos que nos agobian. Y la ciudadanía común, la que prefiere conservar sus miserias a arriesgarse en la imprescindible aventura de la transformación social, sigue enfrascada en sus dudas eternas que han servido siempre para acompañar a cuanto gobierno retrógrado y antinacional ha existido. Eso, sin dejar de quejarse nunca, esperando que los soberbios patanes que les subyugaron a la hora de los votos, les solucionen los problemas de los cuales éstos son sus autores.
Mientras, la calesita de los sueños perdidos sigue girando, sin que la buena gente logre jamás alcanzar la esquiva sortija de la justicia social.
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