Una escuela privada de la provincia de Buenos Aires impide la matriculación de niños con discapacidades, aun cuando lo obligan las leyes vigentes. La segregación como paradigma, el desprecio como metodología, el comercio del conocimiento como sistema. Nada importa más que “la buena imagen” del “colegio” (así les gusta que se les denomine a estas escuelas privadas), sin molestas sillas de ruedas, sin caras con pieles oscuras ni alumnos con zapatillas roidas. Una muestra acabada del capitalismo más revulsivo, una cercanía repugnante al facismo, una caída en picada hacia el abismo de la injusticia social más obscena.
La educación en Argentina viene siendo, desde hace décadas, coto de caza del Poder Real, el sitio donde comienza la conformación del ciudadano-objeto, el ámbito donde se aprende a sumar y restar, multiplicar y dividir, pero nunca a ser seres humanos pensantes, solidarios y dueños de sus destinos. Se tergiversa la realidad con geografías mal mostradas, con historias desprovistas de realidad, ignorando hechos y enalteciendo figuras réprobas, con el único fin de mantener alejadas a las nuevas generaciones del conocimiento de sus verdaderos antecedentes.
El aparato educacional no resulta otra cosa que la maquinaria reproductora de estigmas y brutalidades antisociales, donde los educandos son simples amontonamientos de células vivas a las que hay que ordenar al compás de los intereses de los dueños de nuestras vidas. No alcanza con docentes comprometidos con sus alumnos, porque no cuentan con programas que alienten a algo más que repetir los errores y las falsías que se han convertido ya en el sistema mismo. Y porque también entre docentes existen paradigmáticas segregaciones ideológicas y socioeconómicas.
El sitio donde debieran converger las ideas liberadoras de los espíritus y multiplicarse exponencialmente los saberes con el reconocimiento inteligente de las capacidades ocultas en cada alumno, termina siendo un depósito de niños, niñas y adolescentes para que se les instruya desde el consignismo sobre supuestos héroes de barro, fabricados hace siglo y medio por quienes intelectualizaron los deseos de los poderosos apropiadores de nuestras riquezas y nuestro territorio.
La realidad cotidiana ignorada, las diferencias individuales exacerbadas, el factor económico como premisa, hacen de estas instituciones sitios donde se acopian las maldades, expresadas hacia afuera con hechos como ese rechazo a la participación de niños con capacidades diferentes en sus aulas. Los “deformes”, claro lo tienen sus “gerentes”, no pueden estar al lado de los niños y niñas “normales”. La verdad no debe penetrar sus cerebros en formación con ideas liberadoras ni métodos que les generen la necesidad de pensar, y mucho menos solidariamente. La palabra libertad sólo está autorizada para determinar lo individual, nunca la razón de lo colectivo como sistema conformador de una sociedad más justa.
Urge modificar el sistema educativo de nuestra Nación. Esta imprescindible herramienta formadora no puede ni debe estar al comando de comerciantes del conocimiento. Es tiempo de terminar con la estupidez de alentar la existencia de escuelas privadas, que van en contra de la lógica constructora del sentido unificador y amplio que la escuela debe transmitir. Va siendo la hora de revolucionar las aulas con nuevos saberes, pero más aún con el reconocimiento de la historia y la cultura que nos ocultaron desde siempre, de los hechos que nos desaparecieron de los textos, de la ignorancia premeditada a la que nos sometieron para que no nos reconozcamos como Patria.
Sólo desde allí podremos reconstruir esta desvencijada y deshonrada Nación, que heredamos de las luchas que todavía no nos atrevimos a reivindicar con hechos finales, para hacer realidad aquellos sueños de soberanía que siguen pisoteados por los horrores de las injusticias materiales y espirituales generadas por los verdaderos “discapacitados”, los serviles apañadores de la subordinación al Poder que estamos obligados a derrotar para conquistar la auténtica liberación.
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