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lunes, 7 de febrero de 2022

SOBERANOS

Por Roberto Marra

Si hay un éxito logrado por el Poder Real, es el de trastocar los sentimientos de las mayorías sobre aquello que le pudiese permitir liberarse, justamente, de las influencias y las determinaciones de los poderosos. Es el caso de la soberanía, palabra muy utilizada pero muy poco valorada (y mucho menos, aplicada de verdad) por quienes la pronuncian. Al menos, poco comprendida su dimensión de ordenadora de los criterios a seguir para alcanzar desarrollos muy cacareados, pero que, sin el imprescindible tamiz de lo soberano, quedan sólo en meros discursos de ocasión electoralistas o parlamentarios.

El problema es que la soberanía es mucho más que una descripción recordatoria de algún hecho histórico para algún acto escolar. Resulta ser algo más importante que recitar de memoria algunos versos referidos a los actos patrióticos de nuestros próceres máximos. El valor de semejante vocablo se deriva de su amplitud contenedora, de su potencia prospectiva, de su importancia como sentido común, necesario para emprender caminos revolucionarios (otra palabra denostada y maltratada).

Tiene también, y resulta ser tal vez lo de mayor trascendencia, la posibilidad de formar parte de cada uno de nuestros actos, de los elementales, de los que se derivan de nuestra formación cultural, los que conforman nuestra identidad nacional, los que nos hacen sentir parte de una Nación y (lo más importante) de una Patria. El idioma, sus modismos locales, las artes, la idiosincracia construida y reconstruida a lo largo de la existencia como Nación, nos permiten también comprender mejor y sentir la importancia de ser soberanos en nuestras decisiones como Pueblo.

Los gobiernos, asumidos como derivaciones de nuestra voluntad (supuestamente, soberana), debieran poseer las características que los hagan defensores absolutos de la soberanía nacional en cada ámbito que deba actuar. Sus actos no debiesen asumir más que una dirección, impregnada de sentido patriótico siempre, inoculada invariablemente de una “vacuna” contra el mortal virus de la traición. Una “vacuna” que asegure la inmunidad total contra los “parásitos” externos e internos que nos atacan, desmembran y licúan desde el mismo comienzo de nuestra historia nacional.

Hay sucesos sobre los cuales “lo soberano” resulta insoslayable para tratarlos. Son los que hacen a la intencionalidad (o no) de construir un futuro de dignidad para la totalidad de la población. Son aquellos que, formando parte de los procesos necesarios para un desarrollo productivo, económico y social que generen inclusión y crecimiento, se deben sostener en irreductibles columnas construidas con un sentimiento inexcusable de Patria.

Por allí pasan temas como la defensa del sistema hídrico de navegación, de los puertos, de los sistemas de transporte ferroviario, del sistema de comunicaciones, de la tenencia y el uso de la tierra, de las rutas terrestres y aéreas, de las deudas externas y sus resoluciones, de los convenios con otras naciones, de las inversiones extranjeras y sus derivaciones sobre el desarrollo, del meneado tema del cuidado ambiental, como de todo asunto que involucre los intereses de los mandantes de los gobiernos, su Pueblo.

En nombre de falacias sostenidas por ignorancia o complicidad, todos estos temas están permanentemente trastocados en sus definiciones y sus tratamientos. La imposición de “lo posible” por parte de los dueños del Poder, hacen retroceder paso a paso en la soberanía, maltratada y hasta olvidada en algún cajón de las buenas intenciones. La “correlación de fuerzas”, otro “caballito de batalla” de los gobernantes demasiado “pragmáticos”, funcionan como disculpa ideal para retroceder una y otra vez hacia el abismo de la entrega nacional, aún cuando se pretenda no hacerlo.

Las responsabilidades, como siempre, no son sólo de los ejecutores, sino también de quienes los habilitan. No debieran ser tratadas como derivadas sólo de la buena o mala voluntad de los gobernantes, sin pasarlas antes por el cedazo del empeño popular. Somos Pueblo, y en tanto dueños de nuestra decisiones (soberanas), estamos obligados a vigilar, distinguir, señalar y obligar a las correciones que se consideren imprescindibles para mantener el rumbo elegido por la mayoría.

Claro que para eso, debemos informarnos. Y es en ese asunto donde más soberanía hemos perdido, en manos de un suprapoder mediático que todo lo tergiversa, lo retuerce y aniquila a su antojo, conformando una cultura del desprecio y el odio que hunde lo soberano en el barro de las desilusiones permanentes.

Es la fabricación de una contracultura popular insurgente contra este maquiavélico poderío comunicacional y geopolítico, lo que posibilitaría ganar la batalla iniciática por la noción misma de la palabra en disputa. Es ese complejo paso el que pudiera comenzar a desconstruir el miserable estado de cosas que nos hace retroceder en el tiempo y en la capacidad de respuesta. Es ese difícil acto de auténtica libertad el que tal vez nos haría crecer como Pueblo, invocando nuestra historia de guerreros y mártires de otros tiempos, pero muy actuales en sus nobles objetivos. Son sus legados históricos y aquellos de los y las líderes populares que sí supieron comprender el valor fundacional de esta palabra tan maltratada y pisoteada, los que deberán encabezar de aquí en más nuestras batallas. Para poder desarmar a los malditos dueños de nuestras vidas, y conquistar la victoria de la Soberanía política, la Independencia económica y la Justicia Social.

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