Por
Roberto Marra
Cuando
queremos expresar la Patria, se nos viene primero que nadie, un
nombre. Cuando pensamos en alguien valiente y audaz, otra vez aparece
ese nombre. Cuando sentimos emoción al cantar el Himno Nacional, ahí
se nos representa otra vez ese adalid de la heroicidad. Si
pretendemos expresar la honestidad, no cabe otra comparación que con
ese personaje. Si deseamos establecer un método para planificar
alguna acción social o política, otra vez nos aferramos a sus
palabras señeras. Si buscamos apoyo en una moral sin tachas, de
nuevo nos alcanza con su sola mención para lograrlo. Si necesitamos
recurrir a reflexiones que convenzan y aseguren la trascendencia de
lo que hagamos, no podrán faltar las suyas. Cuando escuchamos a los
necios abonar la destrucción de nuestra Nación, su pensamiento nos
permite encontrar el respaldo para luchar contra ellos y vencerlos.
Cuando nos asomamos a la vida, ahí está su figura para definir
nuestra conciencia nacional. Cuando la esperanza nos abandona, una
ráfaga de su recuerdo nos volverá a encaminar en la construcción
de las utopías abandonadas. Nos interpela, nos advierte, nos enseña,
nos protege, nos enorgullece, nos entusiasma, nos eleva, nos
autentifica. Es el alma de una Patria que no ha podido llegar al
destino que él soñara y por la que dejó gran parte de su
existencia física y toda su espiritualidad. No fue el único, pero
fue de los mejores. No ejerció otro poder que el derivado de la
búsqueda de la liberación. No construyó otra cosa que soberanía.
No intentó más que contribuir a la gestación de la independencia.
Y todo, absolutamente todo, en nombre de la Justicia para el Pueblo
de la Patria Grande, que mil traiciones impidieron (hasta y por
ahora) construir. Orgullo de ésta y todas las Patrias de Nuestra
América, su solo nombre simboliza la dignidad de ser argentino.