Imagen de "Mil Patagonias" |
Por
Roberto Marra
Según
su origen etimológico, la palabra “privilegio” (del latín:
privilegium) significa “ley privada”, esto es, una ley que
refiere y se aplica solo a un individuo o a un conjunto específico
de individuos. Quiénes son los alcanzados y por qué existe esa
determinada ley, evidencian el carácter de la situación del
sub-grupo social que goza de esos beneficios que no alcanzan al resto
de la sociedad. De ahí se puede inferir que es posible llegar a
decirse que existen privilegios “positivos” y “negativos”.
Los
privilegios que se dispongan para las materias primas y los bienes
producidos en el País, en cuanto a la obligación de tenerlos como
primera opción para cualquier actividad económica que los
involucre, es una prerrogativa beneficiosa para toda la sociedad, al
impulsar las producciones nacionales frente a las posibles
actividades importadoras que puedan fomentar la destrucción de las
industrias locales, realimentando la actividad económica y la
disminución del desempleo, ejemplo práctico de lo positivo de este
tipo de concesiones.
Sin
embargo, muy lejos de todos estos objetivos tan abnegados, tan
generosos para con determinados y específicos ciudadanos o sectores
económicos y sociales, aparecen algunos grupos de poder que, por ser
parte esencial de un sistema impuesto a lo largo de la historia para
la dominación de un sector social sobre el resto de la sociedad, se
han hecho de privilegios establecidos como inconmovibles, casi como
una herencia divina que les adjudica preeminencias y beneficios a los
que nadie más puede acceder.
El
aparato judicial, esa anquilosada estructura que nos observa desde
las alturas inalcanzables de los jueces en sus poltronas concedidas
casi “ad eternum”, sin que medie elección democrática alguna,
es la expresión más perversa de la palabra “privilegio”, la que
nos atraviesa cada uno de los actos que realizamos, cada acción que
pretendamos emprender individual o colectivamente, la espada que
penderá siempre sobre nuestras testas para extorsionarnos con sus
castigos inminentes y sus sentencias ofensivas de los más
elementales derechos humanos, los mismos para los cuales
(paradójicamente) se les han otorgado semejantes “gracias”.
Podrán
existir jueces de mejores calidades humanas y ceñidos al derecho que
debiera ser regla en cada uno de los actos de la totalidad de los
integrantes de ese Poder Judicial. Pero, por la particular manera
utilizada para elegirles, además de la incidencia del Poder Real
para empujar a tales o cuales, ya sea mediante prebendas monetarias o
extorsiones mediáticas, para actuar de la forma que le convenga a
sus intereses, todo ese entramado judicial termina convertido en un
campo minado para poder desarrollar el más lógico y elemental de
sus objetivos: la Justicia.
Alimentado
ese aparataje jurídico-ideológico-cultural con semejantes
aberraciones de origen, no resultan extrañas las obscenidades
esgrimidas en defensa de sus sueldos de activos o pasivos, cuyos
montos exorbitantes ofenden la condición social de cada argentino,
salvo los de sus mismas layas y exactos objetivos. Oligarcas por
herencia, o por adopción de sus características más odiosas para
el resto de la sociedad, estos patanes con miradas altaneras y
palabreríos insultantes, pretenden enseñarnos “derecho”,
tamizado por la inmunda codicia que los envuelve en cada acto.
Siempre desde arriba, nos aseguran que nada ni nadie podrá cambiar
nada que ellos dispongan, en una suerte de “feudalismo” judicial
que repugna y obliga a la reflexión profunda sobre la necesidad
imperiosa de dar vuelta esta historia de corrupciones de doscientos
años.
Cambiar
una estructura social, política o económica resulta, siempre, muy
difícil. No basta con la renovación de los hombres y mujeres que
las integren, porque las bases dañosas continuarán allí,
corrompiendo cada acción que pudieran emprender, carcomiendo las
buenas intenciones con el óxido de los métodos que el Poder Real
sabe y puede utilizar para hacer caer las columnas de la razón, la
verdad y el auténtico derecho.
Solo
valdrá excavar hasta lo más profundo del sistema, desarticular cada
uno de sus maniqueos procedimientos, levantar muros indestructibles
que lo separen de las “bacterias” oligárquicas y construir una
fortaleza inexpugnable, que posea la paradójica condición de la
apertura total al que deberá ser el único propietario de este nuevo
“edificio” de la Justicia: el Pueblo.
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