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Por
Roberto Marra
La
cuestión de los precios resulta uno de los escollos más
desvastadores en los planes económicos con pretensiones
distributivas virtuosas. La palabra inflación ronda permanentemente,
como buitre al acecho, cada determinación sobre esta variable
hipersensible para la mayoría de la población. Las decisiones de
los gobiernos que intentan mejorar el acceso a los bienes materiales
más imprescindibles para la vida de las personas chocan,
invariablemente, con las maniobras de las corporaciones que manejan a
su antojo los márgenes de sus ganancias y obligan a los restantes
partícipes de las cadenas de distribución y venta de sus productos
a adaptarse, quieran o nó, a esas premisas originadas en la
especulación, nunca en los costos reales.
El
empresariado comercializador se ha convertido, en su mayoría, en
mero replicador de la carrera especulativa de sus abastecedores y, en
algunos casos, en “alumnos” que superan a sus “maestros” en
eso de remarcar cada día lo que ya resulta prohibitivo para la
mayoría de sus clientes. Por su parte, los distribuidores gozan con
la necesidad impuesta por el sistema comercial, distorsionado por las
lejanías ridículas de los lugares de producción y elaboración.
La
metodología utilizada para intentar controlar los aumentos en las
cadenas productivas y comerciales, insiste en atacar el final de ese
proceso, antes que su orígen. Los precios son el objetivo a vencer
en cada plan que intenta aplacar las ansias especuladoras de los
miembros de esta red de traficantes de injusticias, que termina
soportando siempre el mismo sector social, cada vez más empobrecido
y dependiente de la “buena voluntad” de los oligopolios que todo
lo deciden a su antojo.
Cualquier
apelación a criterios de solidaridad que puedan realizar los
gobiernos, chocan contra la pared de la mentira gigantesca de “los
costos”, elemento nunca investigado en profundidad, jamás relevado
con precisión, oculto tras un ritual de lloriqueos falsos sobre
pérdidas inexistentes y datos incoherentes con las cuentas bancarias
de los dueños de las cadenas industriales y comercializadoras, que
suelen ser los mismos o, en su defecto, actuar de común acuerdo para
el desfalco cotidiano.
Claro
que existen industriales y comerciantes honestos, pero son sojuzgados
por la presión aplastante del poder de los mandamases que deciden
los precios según sus miserables objetivos de acumulación
monetaria. Atrapados en esa “telaraña” lucrativa para pocos,
terminan cediendo sus decisiones a los proveedores de materias primas
o de productos, culminando en la imposibilidad de modificación
alguna de este perverso sistema, que actúa sin competidores reales,
salvo los que se ellos mismos inventan como “segundas” o
“terceras” marcas.
Como
resulta obvio, terminar con semejante aparato reproductivo de
inflaciones incontrolables, no puede pasar solo por controlar los
precios sino, fundamentalmente, por conocer fehacientemente los
costos de producción, distribución y comercialización, única
forma de determinar las razones (o sinrazones) que desatan los
aumentos constantes de los precios.
Pero
además, debe producirse un auténtico cambio en el concepto mismo
del sistema productivo de alimentos, impulsando la producción de
cercanía de los más elementales y necesarios, aplicando criterios
de utilización de los territorios periurbanos para el desarrollo de
tales productos, sosteniendo conceptos agroecológicos que impidan la
continuidad de la venta de alimentos contaminados y peligrosos para
la salud humana y el ambiente el general, para avanzar en la tan
mentada y nunca bien buscada soberanía alimentaria.
La
idea de que los precios los pone “el mercado”, es la pared con la
que han tropezado todos los gobiernos populares. Es la trampa donde
caemos cada vez para no poder culminar con la justa tarea
distributiva de las riquezas, empezando por las más elementales,
como la alimentación. Introducirse en lo más profundo de la
conformación de los costos, será el punto de partida para elaborar
políticas acordes con los objetivos de reducción auténtica de los
aumentos descomedidos de los precios, para acabar con los “Hood
Robin” que todo lo acaparan para sí.
Terminar
con el poder omnímodo de los grandes especuladores de la comida
diaria, de los fabricantes de la mala nutrición, la desnutrición y
hasta el hambre, es trabajo insoslayable para producir una
modificación que traspase la medrosa actitud que siempre se ha
tenido ante estos gigantescos conglomerados dedicados a decidir la
sobrevida de millones en base a sus intereses particulares. Y será
el Estado, es decir, el propio Pueblo, quien deberá erigirse en el
actor principal de este drama que estamos obligados a darle el final
feliz de la justicia social que nos merecemos.
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