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Por
Roberto Marra
El
hambre, esa natural reacción del cuerpo humano para que se lo
abastezca de alimentos para su subsistencia, ha pasado a formar parte
de la vida de los argentinos, ya sea por padecerlo o por observarlo
en quienes forman parte de los “desechos” que va creando el
sistema político-económico que se apoderó de la Nación.
Su
presencia en nuestro territorio es absurda. Es la manifestación más
clara de la aberración a la que nos conducen la conformación de
esta sociedad profundamente desigual, absurdamente hambreada, en
medio de un territorio tan feraz como ninguno, pero atravesado por
una distribución de su enorme superficie concentrada en unos pocos
miserables latifundistas y otras tantas corporaciones que,
lentamente, han ido tomando tierras y extranjerizando lo último que
nos va quedando como Nación.
Allí
está, entonces, en toda su dimensión, la consecuencia directa de
estos años de abandono premeditado de los expulsados de la sociedad,
de aquellos que sobran a la hora de lograr el único objetivo
perseguido por los “ganadores” del sistema: la elevación de sus
riquezas. Por supuesto que no se trata solo de éstos años
“macristas”, donde se exacerbó, sino de una larga historia donde
esa retrógrada estructura social ha ido sosteniéndose en base a los
vaivenes políticos que impidieron la consolidación de los esfuerzos
de los gobiernos populares que sí contemplaron a la pobreza como su
máxima preocupación.
Ahora,
cuando el horror de la miseria se expande con la fuerza de un
huracán, cuando se cierran las persianas de la dignidad laboral,
cuando los empobrecidos ruegan por mantener sus mal pagados trabajos,
ahora es tiempo de mirar a los ojos a los hambrientos que nos miran
buscando piedad, abrazarlos con la fuerza de la comprensión de una
realidad que no buscaron, alimentar sus panzas doloridas por la
acumulación de panes duros y asumir las responsabilidades que sí
tenemos, por acción u omisión.
Ahora
corresponde abrir las puertas de la esperanza cierta de un inmediato
futuro de dignidad, de derechos renacidos, de la vuelta al nido
cálido de un hogar decente, de las sonrisas delatoras de esas
felicidades chiquitas de los pibes, inmenso resultado de una
solidaridad que fue extraviada en los desvaríos de los miserables
que convencieron, aún a los más pobres, de las bondades de un
sistema que los terminó por convertir en desechos humanos, tal como
que pretendían los malechores que se apoderaron de la Nación.
Deberá
ser el final de la oscuridad, del absurdo, del empeñoso placer de
los poderosos por ver el hambre ajeno mientras devoran sus
pantagruélicas comilonas. Tendrá que ser el principio de otra vida,
donde nadie quede afuera, donde cada niño y niña nazca con el
derecho a crecer con decoro, donde cada hombre y mujer sepan que
nunca podrán ser arrebatadas sus dignidades en nombre de futuros
fantasiosos, de promesas estrelladas mil veces contra la realidad.
Ya
es tiempo de comenzar un proceso de limpieza de las conciencias
embrutecidas, para alivianar el peso que nos impide caminar por el
camino del desarrollo virtuoso, para expulsar del poder a los que
nunca lo dejan sin ensuciar el camino para trabar su destino. Es la
enésima oportunidad de construir una Patria que cobije y alimente a
todos, sin la presencia maldita de los que nos matan cada día,
ignorando que el Pueblo renace solo con verse reflejado en los ojos
de un niño hambriento.
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