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jueves, 22 de agosto de 2019

LA GUERRA COTIDIANA

Imagen de "Página/12"
Por Roberto Marra
En las guerras, esos períodos de tiempo donde matar se convierte en costumbre, se suelen borrar los límites de lo que alguna vez fueran valores morales fundamentales. Asesinar con el escudo protector de los Estados, lanza a las personas a hundirse en un mar de bestialidades que jamás hubieran imaginado hacer en otros momentos de sus vidas. Matar en nombre de tal o cual religión, ideología o pertenencia nacional, parece habilitar a los participantes de las guerras a destruir el respeto mínimo a los que fueran sus antiguos sentimientos humanos.
Así se vive (se muere, en realidad) en Siria, Afganistan, Libia y tantos lugares del Mundo, donde la vida vale menos que el costo de una Kalashnikov. Así se suceden los días y las noches, sin solución de continuidad en los bombardeos, las metrallas, los misiles, sin piedad alguna ante la presencia de niños, hospitales o escuelas. Así se actúa por imperio de un imperio siempre presente en cada una de las batallas, por su ambición geopolítica y su permanente asedio a cualquier Nación con materias primas esenciales para sostener la supremacia que alimenta la codicia de sus dirigentes.

Pero a no pensar que estamos tan lejos de semejante desastre humanitario, provocado por el afán expansionista de los perversos adueñados del Planeta. Sin lanzar misiles o enviar a falsos terroristas a explotar coches bombas, pero sí derramando sangre de pobres, tan pobres como aquellos que acaban sus vidas en los infiernos de Medio Oriente o África, también por acá se está en guerra.
Es una contienda diferente, de ribetes menos destructivos de edificios, de menores despliegues armamentísticos, pero de enormes consecuencias sobra las vidas de quienes menos tienen, arrastrados a luchas fraticidas para sobrevivir, empujados a violencias inauditas, donde sus vidas valen mucho menos que las de quienes dan las órdenes para establecer semejante estado de cosas.
Entonces, aparecen los desquiciados, los olvidados de sus orígenes sociales, los que perdieron los límites morales, listos para matar en nombre de “la ley” (del más fuerte). Surgen los asesinos ocultos detrás de máscaras otorgadas por los mismos gobiernos, dispuestos para la “lucha contra el delito” con el que conviven (y transan) a diario. Aparecen esos malandras con uniforme que no avisan y balean o patean a los desprevenidos transeúntes, siempre bajo la presunción criminal de esos energúmenos de gorra y charretera, letales manifestaciones del peor de los odios, el que desconoce la humanidad de quienes apuntan o golpean.
Con su carga lombrosiana en las pocas neuronas que utilizan para desarrollar sus actos, atacarán siempre al más débil, al más pobre, al desprovisto de la menor posibilidad de defensa propia y ajena. Muchos de los testigos de esas acciones denigrantes sonreirán por dentro, satisfechos de ver caer uno de sus “enemigos” de clase, creyéndose a salvo de las balas de los infradotados que portan las armas del Estado, las que pagamos junto con sus sueldos para que nos encuentren un día en un esquina y nos atraviesen en nombre de sospechas imposibles.
Suelen pagar muy poco sus culpas estos criminales con el debido peso de la Justicia, la que tanta falta haría para derrumbar esa estructura inmoral que nos rodea y nos asesina a diario. Una Justicia que nunca se termina de construir de verdad, escondida detrás de un Poder Judicial donde la codicia de jueces y fiscales prevalece por sobre los intereses de quienes los necesitamos con urgencia para frenar tanta muerte sin sentido.
Desprovistos de defensas, humillados por los supuestos “guardianes del órden”, nos han convertido a todos en sospechosos, en probables objetivos de sus metrallas, por las que podemos caer en cualquier momento, abatidos en las calles, arrojados al fondo de un río o colgados en una celda de comisaría. Herencia maldita de una dictadura que nunca se fue del todo, les ha quedado el estigma que los incita al desprecio y los absorbe en una espiral de violencia incontenible, siempre lista para el balazo traicionero, el golpe artero y la mentira final de algún ministro defendiendo la horrenda muerte cotidiana.

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