En
las guerras, esos períodos de tiempo donde matar se convierte en
costumbre, se suelen borrar los límites de lo que alguna vez fueran
valores morales fundamentales. Asesinar con el escudo protector de
los Estados, lanza a las personas a hundirse en un mar de
bestialidades que jamás hubieran imaginado hacer en otros momentos
de sus vidas. Matar en nombre de tal o cual religión, ideología o
pertenencia nacional, parece habilitar a los participantes de las
guerras a destruir el respeto mínimo a los que fueran sus antiguos
sentimientos humanos.
Así
se vive (se muere, en realidad) en Siria, Afganistan, Libia y tantos
lugares del Mundo, donde la vida vale menos que el costo de una
Kalashnikov. Así se suceden los días y las noches, sin solución de
continuidad en los bombardeos, las metrallas, los misiles, sin piedad
alguna ante la presencia de niños, hospitales o escuelas. Así se
actúa por imperio de un imperio siempre presente en cada una de las
batallas, por su ambición geopolítica y su permanente asedio a
cualquier Nación con materias primas esenciales para sostener la
supremacia que alimenta la codicia de sus dirigentes.
Pero
a no pensar que estamos tan lejos de semejante desastre humanitario,
provocado por el afán expansionista de los perversos adueñados del
Planeta. Sin lanzar misiles o enviar a falsos terroristas a explotar
coches bombas, pero sí derramando sangre de pobres, tan pobres como
aquellos que acaban sus vidas en los infiernos de Medio Oriente o
África, también por acá se está en guerra.
Es
una contienda diferente, de ribetes menos destructivos de edificios,
de menores despliegues armamentísticos, pero de enormes
consecuencias sobra las vidas de quienes menos tienen, arrastrados a
luchas fraticidas para sobrevivir, empujados a violencias inauditas,
donde sus vidas valen mucho menos que las de quienes dan las órdenes
para establecer semejante estado de cosas.
Entonces,
aparecen los desquiciados, los olvidados de sus orígenes sociales,
los que perdieron los límites morales, listos para matar en nombre
de “la ley” (del más fuerte). Surgen los asesinos ocultos detrás
de máscaras otorgadas por los mismos gobiernos, dispuestos para la
“lucha contra el delito” con el que conviven (y transan) a
diario. Aparecen esos malandras con uniforme que no avisan y balean o
patean a los desprevenidos transeúntes, siempre bajo la presunción
criminal de esos energúmenos de gorra y charretera, letales
manifestaciones del peor de los odios, el que desconoce la humanidad
de quienes apuntan o golpean.
Con
su carga lombrosiana en las pocas neuronas que utilizan para
desarrollar sus actos, atacarán siempre al más débil, al más
pobre, al desprovisto de la menor posibilidad de defensa propia y
ajena. Muchos de los testigos de esas acciones denigrantes sonreirán
por dentro, satisfechos de ver caer uno de sus “enemigos” de
clase, creyéndose a salvo de las balas de los infradotados que
portan las armas del Estado, las que pagamos junto con sus sueldos
para que nos encuentren un día en un esquina y nos atraviesen en
nombre de sospechas imposibles.
Suelen
pagar muy poco sus culpas estos criminales con el debido peso de la
Justicia, la que tanta falta haría para derrumbar esa estructura
inmoral que nos rodea y nos asesina a diario. Una Justicia que nunca
se termina de construir de verdad, escondida detrás de un Poder
Judicial donde la codicia de jueces y fiscales prevalece por sobre
los intereses de quienes los necesitamos con urgencia para frenar
tanta muerte sin sentido.
Desprovistos
de defensas, humillados por los supuestos “guardianes del órden”,
nos han convertido a todos en sospechosos, en probables objetivos de
sus metrallas, por las que podemos caer en cualquier momento,
abatidos en las calles, arrojados al fondo de un río o colgados en
una celda de comisaría. Herencia maldita de una dictadura que nunca
se fue del todo, les ha quedado el estigma que los incita al
desprecio y los absorbe en una espiral de violencia incontenible,
siempre lista para el balazo traicionero, el golpe artero y la
mentira final de algún ministro defendiendo la horrenda muerte
cotidiana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario