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martes, 27 de noviembre de 2018

EL CAMALEÓN

Por Roberto Marra
Cuando la palabra “seguridad” se convierte en latiguillo diario, en objeto de adoración de periodistas de mentes maltrechas y escrúpulos escasos, en gestos deshumanizados de funcionarios sin intelecto desarrollado, estamos frente al precipicio de la realidad, el oscuro final de un camino donde la muerte se regodea y los derechos ya no son tales, la fatal instancia de una sociedad condenada a una cruel sobrevida o, directamente, a su desaparición.
En su nombre se han cometido los peores actos de gobiernos en toda la historia humana. Con su disculpa se violan todos las leyes protectoras de la vida y la equidad, postergando a la “justicia” para momentos de fantasiosos “paraísos” libres de las supuestas “maldades” de los enemigos fabricados por el Poder, como sucio método de sostén de sus supremacías.
La “seguridad” necesita de un relato verosímil, un paradigma que obligue a creer en la existencia de enemigos fantasmales, adversarios de la libertad y las buenas costumbres de la “gente decente”. De allí, al reclamo de mano dura contra esos presuntos atacantes, solo resta el paso de la aparición de personas reales tirando piedras contra vidrieras o automóviles.
Pocos advertirán, seguramente, que debajo de la caracterización mal ejecutada de esos “malos” de películas clase B, se vislumbran uniformes de fuerzas de seguridad, convirtiendo esos actos en meras representaciones de una falsa realidad que les resulta imprescindible para justificar las posteriones agresiones al resto de la sociedad, esa sí, real y contundente.
La naturalización de esas aberrantes acciones de los gobiernos que no tienen reparos para ejecutar la violencia que necesitan para sus continuidades temporales, es sostenida también por personajes cuyas morales han muerto en el camino de sus metaformosis ideológicas. Ninguna astilla es peor que la del mismo palo, se suele decir. Y será esa astilla filosa e hiriente que saldrá al encuentro de la verdad, modificándola hasta hacerla añicos.
Son como una masa informe de odios escondidos hasta ese momento, que explotan para reivindicar muchos otros, y a la misma violencia que dicen combatir. Son los virus de las organizaciones populares, enmascarados tras esas fachadas de adhesión a lo que no piensan ni sienten, para horadar desde adentro las estructuras pensadas para construir sociedades más justas. Son los “camaleones” que miserabilizan la política, degradando sus virtudes y exacerbando sus malos hábitos.
Y ahí está el inefable Pichetto, especie de reptil subdesarrollado, integrante de ese ejército de la oscuridad republicana, repugnante descripción de la maldad que enarbolan los imbéciles que, como él, solo actúan en función de intereses tan espúrios como sus propias condiciones intelectuales, si es que las tienen.
Arrastrando la “pesada herencia” de su traición, sale al encuentro de los “feos, sucios y malos”, es decir, de los empobrecidos, los inmigrantes, los indígenas, fáciles presas de sus paradójicas y oscuras pretensiones de europeas procedencias genéticas. Contra ellos apunta su arsenal de obscenidades verbales y peores procederes fácticos, llamando a la muerte para la limpieza étnica que considera imprescindible, tanto como el encarcelamiento de quienes, hasta no hace demasiado, gritaba que eran sus “compañeros”.
Esa degradación de la humanidad que representa este personaje, solo podría surgir por estos tiempos de embustes elevados a la categoría de certezas. Solo pudo aparecer en el firmamento de este período de irrazonable retroceso, apoyado en la bestialidad desatada contra un Pueblo que no supo descubrir a tiempo tantas traiciones programadas por el eterno enemigo oligárquico que se apoderó de las instituciones del Estado, para vaciarlo de sentido y ponerlo al servicio del decadente imperio que maneja los hilos de un Mundo dominado por el racismo y la xenofobia.
Ahora quiere más golpes policiales sobre las cabezas de los inermes manifestantes. Ahora llama a pegar más duro en esos cuerpos mutilados de esperanzas y derechos, simples despojos de hombres y mujeres despiadadamente atacados para eliminar cualquier signo de rebelión frente a los titiriteros de personajes como él, este Pichetto verdadero y descarnado que, luego de arrancarse la careta, dejó al descubierto la razón del futuro que le espera, cuando el tiempo haga su trabajo y libere el camino de estas lacras, enterrando sus palabras y sosteniendo su recuerdo, para que nunca más regresen sus miserias.

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