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miércoles, 17 de octubre de 2018

LA INEVITABLE

Imagen de "América Economía"
Por Roberto Marra
En el potrero, “comerse” un amague era muy denigrante. Una gambeta sencilla haciendo que el rival nos hiciera perder de vista la pelota, era una afrenta a la autoestima, que se iba corriendo inútilmente detrás del adversario, sin lograr nunca recuperarse de la vergüenza padecida. Más adelante en nuestras vidas, otros tipos de amagues han pasado por entre nosotros, dejándonos parados y sin reacción, apabullados por la rapidez y el descaro con que nos embaucaron.

Con una increíble desmemoria de las tantas gambetas sufridas, una y otra vez se cae en la distracción propuesta por rivales que ni siquiera saben amagar, simples jugadores de segunda que solo saben esconder la pelota, por una importante condición: es suya. La muestran, la manosean, la tiran hacia arriba, pero no la sueltan. Distraídos con esas morisquetas de los engreídos, nos adaptamos a su juego sucio, nos sumergimos en la inacción, en esa expectación permanente de lo que nunca sucede.
Por allí andamos, distraídos con las “gambetas” financieras que apabullan nuestro entendimiento, someten nuestros bolsillos y acaban con nuestras esperanzas. Nos arroban con cantos de sirenas desafinadas, intentando retardar el destino final que se acerca vertiginoso para acabar con la idea misma de Nación. Esquivan interrogantes sencillos con retorcidos mensajes, discursos de falacias programadas desde la embajada de quienes les dieron la pelota de la muerte de la Patria.
De tan distraídos, nos encargamos de elaborar disputas ridículas con nuestros semejantes ideológicos, impidiendo controlar al rival que sigue avanzando sin siquiera tener que esquivarnos, solo empujarnos al abismo sectario que nosotros mismos fabricamos. Mientras, con el desparpajo de los que nunca tuvieron más convicciones que sus propias ventajas individuales, supuestos “compañeros” que visten la misma camiseta, deshonran sus pretendidos orígenes pateando para el que, hasta no hace demasiado, era su propio arco.
Nos acercamos al tiempo de descuento sin haber podido encontrar la cohesión de todos los jugadores, sin poder ocupar todos los sectores de esta cancha inclinada. Nos miramos sin ver la realidad que pasa por delante. Nos quejamos y gritamos sin encontrar un lenguaje que entendamos al unísono. Mientras debatimos nuestras propias ineptitudes, el poderoso rival transforma el campo de disputa en uno minado con las bombas de bonos y letras de un tesoro pronto a desaparecer.
Sin embargo, a pesar del juego sucio del rival, nuestro arquero parece el único jugador estoico del plantel. Con la firmeza que le otorgan sus aptitudes superiores, con la prestancia que demuestra en cada jugada, a pesar de los intentos por expulsarlo del “referí bombero” del Poder, no decae, no se somete, no se presta a la distracción ni al miedo a la derrota. Es un arquero muy especial, que sabe manejar la pelota como nadie, incluso cuando no la tiene. Con la capacidad de un 10 y el vigor de un 9 de área, arremete solo contra toda esa runfla de ineptos que tienen el balón amarrado con el piolín de la perversión. 
Pero le falta algo. Todo su coraje y decisión necesita del empuje y el juego solidario para convertir el gol de la esperanza. Precisa de la unidad sincera y apasionada de todo el equipo, para poner freno a la soberbia de un enemigo que no reconoce a nadie en su avance mortal hacia el fin de la República. Y tiene algo más especial todavía este creador de porvenires soñados hace tantas vidas. No es un jugador. Es una jugadora. Su género es el que ha despertado más perplejidad en los rivales, acostumbrados a los sometimientos fáciles de las féminas de su innoble oligarquía de tercer mundo. 
Es la que desvela al director técnico de los dueños de la pelota, es la causa de todas sus venganzas, es quien les marca la cancha con sus palabras y camina altiva frente a las tribunas de odios programados. Y es la capitana de la conciencia de los que aún estamos vivos, los vapuleados por tanta hipocresía desatada. Es, al fin, el riego necesario de este campo de juego de pastos secos y raleados, el pelotazo imprescindible para el ataque final y la goleada, que envíe a los pedantes al descenso y convierta en fiesta el futuro postergado.

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