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miércoles, 6 de junio de 2018

EL CARTONERO LARRETA

Imagen de "La Alameda"
Por Roberto Marra

Comenzó su carrera en la petrolera Esso, en el menemismo estuvo a cargo de las inversiones extranjeras en el Ministerio de Economía, fue gerente general de la ANSES (donde fue acusado por administración fraudulenta y peculado) y luego director del FONCAP (donde fue investigado por el delito de defraudación de la administración pública). Más tarde fue jefe de campaña de la fórmula perdedora Eduardo Duhalde-Ramón Ortega en 1999, y bajo el gobierno de la Alianza fue interventor del PAMI (cuando le negó la ayuda financiera al Dr. René Favaloro), presidente del Instituto de Previsión Social de la Provincia de Buenos Aires con Ruckauf y director general de la DGI (Dirección General Impositiva).
Hubo, entre sus antepasados, quienes actuaron como embajadores en París, cancilleres, presidentes del Jockey Club, dueños de diarios y ferrocarriles, y otros cargos altisonantes. Uno de ellos, Procurador de la Nación entre 1923 y 1935, firmó la resolución que justificó la “legalidad” del golpe de estado de Uriburu en 1930. Todos su árbol genealógico se nutre de apellidos “ilustres” de las familias más encumbradas de la oligarquía argentina.
Con semejantes antecedentes, no puede extrañar que Horacio Rodríguez Larreta haya dicho lo que dijo sobre el sistema que propone para terminar con la suciedad alrededor de los contenedores, reunido con ese tipo de “vecinos” que tanto aprecian a gobernantes de mano dura, añorantes de tiempos de bayonetas y balazos impiadosos, de torturas escondidas en campos de concentración mientras ellos “nunca se dieron cuenta” de lo que pasaba.
La propuesta, contundente, eficaz, terminante, fue... no tirar los cartones para que no haya más cartoneros. ¡Qué elegancia verbal, qué sintaxis tan rotunda! Un verdadero sinceramiento de su prosapia oligárquica, base de su desprecio por los que hizo caer del mapa de una Argentina de la que, junto a otros especímenes de su mismo orígen, se creen dueños absolutos.
Se trata de un falso “estadista” sin pelos y menos vergüenza, hacedor de una Buenos Aires preparada para el “mercado” turístico, abandonante de cualquier acción que genere algún tipo de inclusión social, destructor de identidades barriales, conspicuo cómplice de cuanta depredación haga su símil nacional en la Rosada, eliminador de derechos de los ciudadanos empobrecidos y exaltador de privilegios para sus amigos y socios, siempre presentes en licitaciones amañadas o en entregas a escondidas de negociados espúrios de obras faraónicas.
Con el desprecio a flor de piel, con la mentira preparada por asesores sin escrúpulos, con horizontes creídos de mayores poderes, transcurren (¿o debiera decirse “curran”?) sus días de “gloria” institucional, construyendo bicisendas, colocando semáforos, arrancando árboles y deshaciendo la historia construída de una Ciudad atrapada en una telaraña vehicular sin límites, inaugurando alguna perdida estación del Subte o un centenar de metros de los kilómetros prometidos, mientras apaléa a los metrodelegados y compra vagones de descarte más anchos que los túneles, a precios de primer mundo.
Hábil para los negocios y la renta fáciles, especulador permanente de armados politiqueros sin otro objetivo que su perduración en el cargo o el sueño de reemplazar a su símil nacional en el sillón que recuerda al primer endeudador nacional, pasa por la gestión emitiendo este tipo de expresiones a sabiendas del idioma que entiende y espera la mayoría de la población “de bien” de Buenos Aires.
Esa misma que, con cacerolas que nunca aprendieron a usar, se encargó de falsificar la historia y apurar la llegada del oligarca que propuso, por fin, terminar con los cartoneros, los villeros y cuanto espécimen oscuro se atreva a asolar la armonía de sus calles, aun a costa de mancharlas con la sangre bienvenida de quienes solo admiten como sus esclavos.

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