Dirigiendo.
Ordenando. Aseverando. Destacando. Estimulando. Indicando. Ese dedo
era parte indisoluble de sus discursos. Ese índice alargado,
levemente curvado hacia la parte posterior, elevado a la altura de su
cabeza, a veces movido hacia los lados, otras girando en círculos,
negando o asintiendo. Con ese solo dedo bastaba. Todo se resumía en
ese delgado final de su mano grande, fuente de abrazos y disparos, de
directivas y llamados, de retos y saludos solidarios. Simplemente con
mover ese dedo las masas se convertían en Pueblo organizado. Con
hacer girar ese índice movía ejércitos enteros. Solo con
levantarlo para indicar el camino aseguraba el triunfo. No tenía más
que acercarlo a su cara para saber que un pensamiento infinito estaba
por emerger de su mente prodigiosa. Con él escribía en el aire la
historia que construiría de inmediato. Apuntaba hacia el suelo para
asegurar el paso y lo movia al costado para mostrar peligros. Trazaba
en el viento advertencias que aclaraban las conciencias. Nombraba sin
nombrar a los enemigos y establecía sentidos que ya no se olvidaban.
Fijaba convicciones y rubricaba los deseos hechos realidades. Pintaba
con ese mágico pincel de un solo pelo, la historia cotidiana y el
futuro que él mismo fabricaba. Pero nunca solo, siempre con su
Pueblo. El cubano y el de todos los rincones del Planeta, que
sabíamos de inmediato, con solo ver su dedo enamorado del aire y las
palabras, que nuestras vidas ya no serían las mismas. Porque Fidel,
el dueño de todas las utopías realizables, nos estaba señalando el
infinito horizonte de un Mundo nuevo, el motor de todas nuestras
esperanzas.
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