Hay
gente a la que le sale naturalmente ser desagradecida. Es parte de su
idiosincrasia, de su constitución moral (o inmoral, para ser
justos). Son aquellos que recibieron beneficios de alguien, pero
rechazan admitirlo. Son los que, empoderados por un superior,
inmediatamente asumen actitudes de “patrones de estancia”,
convirtiéndose en payasescos personajes que con gestos adustos y
poses de sabios, se creen sus propias mendacidades, producto de una
imbecilidad que no logran disimular con esa pátina de supuesto poder
que jamás tendrán.
En
estos últimos tiempos han aparecido muchos de estos títeres de los
verdaderos dueños de las decisiones, que saben aprovecharse de sus
debilidades mentales y, sobre todo, éticas. Ahí tenemos a algunos
senadores, convertidos en adalides de la “gobernabilidad”,
eufemismo vacío de significancia, como no sea admitir su cooptación
por los nuevos ocupantes de la Casa Rosada.
Están
los diputados otrora oficialistas y ahora... también. Y después
intentarán serlo de quienes lleguen a continuación. “Vuelta y
vuelta”, dirían los más viejos. “Panqueques”, se les denomina
hoy día. En todo caso, siempre traicioneros de sus palabras
empeñadas frente al electorado que los ungió en los cargos que
deshonran.
Los
gobernadores de origen peronista se llevan las palmas en esta carrera
por el máximo trofeo al “genuflexo del año”. Se reunen y
dictaminan finales de ciclos que ni siquiera han comprendido,
intentando borrar la historia de la que surgieron al conocimiento
público, tratando de deshacerse de los líderes populares que les
puedan recordar sus pobres prosapias y ensombrecer sus espúrios
proyectos individuales.
El
premio mayor se lo llevará, casi seguro, ese oscuro personaje
tucumano que oficia de gobernador de esa hermosa provincia, adalid de
la cruzada contra el pasado del que formó parte, sin que hasta ahora
podamos saber como es que convenció a las autoridades de entonces de
una capacidad que nunca tuvo ni tendrá, salvo para reverenciar al
Poder que tanto teme.
Estos
canallas utilizarán mil falacias para justificar sus actitudes
indignas, todo por mantenerse en un “candelero” que resulta el
último refugio a sus míseras inteligencias, dedicadas en exclusivo
a alimentar rencores sociales contra sus mentores originales,
inseguros y temerosos ante esos portadores del único y envidiado
requisito que saben que nunca tendrán: el amor del Pueblo.
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