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Ante el regreso de concepciones medievales, con murallas que
ya no solo rodean ciudades, sino países, resulta imprescindible advertir otras
barreras, ya no físicas, que se erigen desde el Poder para impedir el acceso de
cada vez más personas a la dignidad del trabajo. La palabra “exclusivo”, tan
cara a los engreídos pretendientes de una superioridad basada solo en el
dinero, se ha convertido en eje fundamental de las políticas económicas del
presente, promoviendo la destrucción de miles de empresas y, con ellas, la
caída en la pobreza y hasta la miseria de centenares de miles de trabajadores y
sus familias.
Con justificativos economicistas ya reprobados en varias
oportunidades históricas, se renuevan los ataques tarifarios y la liberación de
las “fuerzas del mercado”, acompañado siempre por el estigma hereditario que ha
oficiado, hasta ahora, de pantalla eficaz para acarrear a la sociedad hacia un
abismo que, no por haberlo visitado tantas veces antes, resulta menos
peligroso.
Otra vez se levantan los muros en las puertas de las
fábricas. Otra vez se deja afuera a los mismos que siempre pagan los platos
rotos por los poderosos. Nuevamente se esgrimen ridículas fantasías de masivas
inmigraciones de delincuentes morochos, clásica excusa mundial para solventar
tanta perversión económica.
Reaparecen los batallones de odiadores “blancos y puros”,
siempre dispuestos a desatar
persecuciones contra los supuestos causantes de nuestros males, esos
extranjeros que solo quieren ver como sumisos sirvientes, lejos de la dignidad lograda
en los últimos años. Es la forma que tienen de sentirse superiores a alguien,
cuestión no menor en sus conceptos abyectos de la sociedad clasista y excluyente
que añoran mantener.
Tal vez, para no repetir la trágica historia del abismal 2001,
tan fresco en el recuerdo por su secuela de destrucción y muerte, debiera
pensarse en construir nuestra propia muralla, una que impida el regreso a ese
pasado y sirva de base firme para impulsar el fin de la indignidad. Y que haga
de valla de contención del odio y el rencor, armas letales que siempre ponen en
nuestras manos los dueños del poder, para apañar sus injusticias disfrazadas de
sinceramiento y modernidad.
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