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sábado, 12 de marzo de 2016

LAS PALABRAS DEL CAMBIO

Imagen Página12
Por Manuel Barrientos *

Bajo una estrategia comunicacional en la que predominan las imágenes por sobre las palabras, las metáforas ligadas al transporte y a la higiene y la salubridad pública se destacan entre las construcciones retóricas esbozadas por el nuevo oficialismo. “Vengo a proponerles una hoja de ruta”, “una vía de crecimiento”, “levantamos el cepo”, “encontramos un Estado desordenado y mal gestionado, con instrumentos de navegación rotos”, “un Estado plagado de clientelismo, de despilfarro y corrupción”, “tenemos muchas heridas que sanar”, aseguró Mauricio Macri ante la Asamblea Legislativa.
De acuerdo al relato macrista, hasta el último 10 de diciembre los argentinos sufrían frente a un Estado que le ponía trabas a las personas y a las empresas: cepo cambiario, restricciones para importar, para exportar, retenciones; la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual era un cepo a la tecnología. Frente a ese Estado que fue “obstáculo”, el gobierno de Cambiemos se autounge como el libertador de esos dispositivos que obstruían al país: la Argentina es un automóvil importado al que hay que garantizarle el libre tránsito para que pueda desplegar toda su velocidad y su potencia.

Pese a la pirotecnia que pregona el cambio, se trata de metáforas enraizadas en el surgimiento mismo del liberalismo. El sociólogo Richard Sennett –en su libro Carne y piedra– analiza la forma en que fueron pensados el cuerpo y las ciudades por las civilizaciones occidentales en diferentes periodos históricos. Allí evoca la revolución científica que provocó William Harvey, en 1628, al especificar el funcionamiento del circuito sanguíneo. El médico inglés descubrió que el corazón –de manera mecánica– bombea sangre a través de las arterias del cuerpo y recibe esa sangre de las venas. Hoy una verdad de Perogrullo, la innovación de Harvey refutó las anteriores ideas que afirmaban que la sangre fluía por el cuerpo debido a su calor.

Bajo esta nueva perspectiva, las sociedades comenzaron a ser pensadas como cuerpos humanos. Adam Smith sostenía que el mercado libre de trabajo y de bienes actuaba de forma similar a la circulación de la sangre y con consecuencias revitalizadoras muy equiparables. El movimiento de bienes y dinero se mostraba más provechoso que la posesión fija y estable: era un símbolo de “salud económica”.

En los siglos XVIII y XIX, la tarea de los planificadores urbanos tenía como objetivo garantizar la fluidez: el trazado era proyectado como un conjunto coordinado de venas y arterias que debían impulsar el tránsito. “Pensaban que si el movimiento se bloqueaba en algún punto de la ciudad, el cuerpo colectivo sufría una crisis circulatoria como la que experimenta el cuerpo individual”, explica Sennett.

Pero el derecho a circular implica una restricción al derecho a permanecer (si el flujo sanguíneo se bloquea, se produce el infarto de miocardio). En la Edad Moderna, entonces, surgieron las fuerzas policiales cuya misión fundamental era defender al espacio público urbano de intrusos. La primera instrucción que recibió la flamante policía de Derby en 1835 consignaba: “Los vagos o personas que se encuentren estorbando la acera sin causa suficiente y que impidan el libre paso por ésta... pueden ser detenidos y llevados ante el magistrado”. Los espacios públicos del liberalismo son lugares de tránsito, no de persistencia ni de interacción con los otros.

De este modo, se inscribe en una lógica histórica la decisión del macrismo de plantear un nuevo protocolo de seguridad para regular las protestas sociales; de restaurar la potestad policial para pedir documentos de identidad a quienes estén merodeando; o de no dudar en reprimir a quienes bloqueen rutas o en encarcelar a dirigentes que tengan la osadía de acampar frente a un palacio de gobierno provincial.

En esa línea punitoria hace su ingreso el neologismo que pregona la “deskirchnerización” del aparato estatal, con el prefijo “des” como deseo de privación y de anulación de aquello que se enuncia. En las ciudades modernas lo que restringe su veloz funcionamiento, lo que atenta contra la “salud económica”, debe ser extirpado. Los higienistas públicos que ocuparon cargos relevantes en la Argentina de fines del siglo XIX también concebían a las ciudades como cuerpos a los que había que proteger de potenciales pestes y epidemias. Por tanto, apuntaban a instituir espacios públicos “saludables”, erradicando los elementos que no eran “integrables”. Eduardo Wilde aconsejaba: “Un enfermo es un atentado contra el comercio, es un mal para el individuo, una ruina para el hogar, una exacción para los tesoros del Estado y un elemento de pobreza pública”.

“Tenemos muchas heridas que sanar”, pregona Macri. El kirchnerismo dejó un “Estado enorme” y “plagado”, insiste el discurso oficial. En este tiempo nuevo, se deben evitar los estorbos, la “grasa militante”. La obesidad ya no es símbolo de opulencia y de riqueza de una nación: el exceso de colesterol puede causar el estrechamiento de las arterias hasta provocar la obturación del flujo de la sangre. Tanto los individuos como el Estado deben adelgazar para estar más saludables. Y la ideología y la militancia son tejido adiposo, cepos mentales que nos fijan a concepciones vetustas: hoy es necesario despojarse de memoria y vivir el presente como cambio constante.

“Estoy para trabajar, desideologizando la región, yendo hacia cosas concretas que estrechen el comercio, el intercambio cultural y el intercambio educativo”, promete Macri a empresarios paulistas. La canciller Susana Malcorra señala que hay que “desideologizar el Mercosur”. El cuadro de Néstor Kirchner sale de la Casa Rosada para convertirse en una pieza de(l) museo (del Bicentenario).

Ese proceso de “desideologización” implica eliminar el discurso o intención ideológicos de alguien o algo. Para un partido político en el gobierno, no deja de ser paradójica la reafirmación de que su adversario –el kirchnerismo– sí posee una ideología, de la que él carece. Aunque, como vemos, la etapa macrista del neoliberalismo apela a recetas y lenguajes que se entroncan en ideas que tienen casi cinco siglos de vigencia.

Volvamos a Sennett. El sociólogo norteamericano nos recuerda que la libre circulación que imperaba en la Europa de fines del siglo XVIII exponía las desigualdades que antes estaban soterradas. El pueblo medía la diferencia entre sobrevivir y morir de hambre a través de las fluctuaciones en el precio del pan (a cuya compra le destinaban la mitad de su sueldo). Hasta que el 5 de octubre de 1789, una mujer parisina se negó a pagar el precio de venta del pan, que había crecido por la escasez en el suministro de grano. Pronto se sumaron más mujeres que incitaron a la multitud a ocupar la calle. Marcharon a Versalles. Era un pueblo que se ponía en movimiento. Y esa palabra –“movimiento”–, que era símbolo de individualismo, adquiría un significado colectivo. Ya no sólo hablaba del estado de los cuerpos mientras cambiaban de lugar o de posición: ahora también representaba alteración, inquietud o conmoción. Era alzamiento, rebelión.

Muchos años después, en la Argentina de 1977 –que también apostaba al librecambismo– un grupo de mujeres recibió la orden de que no podía permanecer en la Plaza de Mayo: debía “circular”. Y ese movimiento alrededor de la Pirámide de Mayo visibilizó el accionar de la dictadura en todo el mundo. Ese mismo país profundizó el neoliberalismo en la década de 1990: pocos años después emergieron movimientos que salieron a las rutas a manifestarse contra la desocupación y el hambre.

Una y otra vez, los significados de la palabra movimiento se desdoblaron y se transformaron en fantasmas acechantes que se entrometieron en forma de pesadilla en los sueños anestesiados de la libre circulación.

* Licenciado en Comunicación UBA, periodista.

Publicado en Página12

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