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Se complica el escenario en Brasil, por varias razones.
Uno, porque Dilma tuvo la peor votación en la primera vuelta electoral
desde que el PT triunfara en las presidenciales del 2002. En la primera vuelta
de ese año Lula obtuvo 45,4 por ciento de los votos, y 48,6 por ciento en 2006.
En el 2010 Dilma recogió –favorecida por el alto nivel de aprobación de Lula–
el 46,8 por ciento del voto popular. El domingo pasado, en cambio, apenas si recogió
el 41,5 por ciento. El salto para llegar a la mayoría absoluta será ahora más
largo y habrá que ver de dónde podrán venir los votos que le hacen falta. Es
probable que una parte de quienes votaron por Marina encuentren intolerable
canalizar sus preferencias hacia Aécio Neves, pero sólo hay conjeturas. Entre
Dilma, Aécio y Marina suman el 96 por ciento de los sufragios, de modo que no
existen grandes contingentes de electores que se puedan redistribuir entre los
dos finalistas más allá de los votantes de Marina o de una posible disminución
del abstencionismo electoral, que llegó al 19,4 por ciento.
Dos. Se complica también porque
su contendiente ya no es una voluble y fugaz estrella mediática sino un
representante orgánico del establishment conservador brasileño. Miembro del
PSDB, el partido del ex presidente Fernando H. Cardoso, Aécio fue un ardoroso
crítico de los gobiernos petistas, a quienes acusa de haber ahuyentado la
inversión extranjera y creado un clima poco favorable para los negocios,
imputaciones éstas que carecen de asidero en la realidad. Neves es de los que
creen que Brasil poco o nada tiene que hacer en América latina. Su destino es
asociarse a los proyectos imperiales de Estados Unidos y sus cómplices
europeos. Como tantos en la derecha latinoamericana, no percibe lo que las
mentes más agudas del imperio han alertado hace rato: que Estados Unidos
comenzó una lenta pero progresiva e irreversible declinación y que su agonía
estará signada por violentos estertores e innumerables guerras. En esa curva
descendente no habrá amigos permanentes, como aspira Aécio que Brasil sea de
Estados Unidos, sino intereses permanentes. Y para Washington los amigos de
ayer (Saddam Hussein, Osama bin Laden o los sunnitas fanáticos que ayudara a
crear) pueden convertirse de la noche a la mañana –como hoy ocurre con el
Estado Islámico– en los infames enemigos de la libertad y la democracia. Aécio
no lo sabe, pero Brasil no será la excepción en esta materia.
Tres. Para prevalecer, Dilma
deberá reconquistar una parte de la base social del PT que, desilusionada con
su gobierno, manifestó su desencanto votando a Marina. Para ello deberá
demostrar que su segundo turno va a ser distinto del primero, al menos en
algunas materias sensibles en lo económico y social. Si su propuesta se asemeja
a la de su rival, estará perdida, porque los pueblos invariablemente prefieren
el original a la copia. Tendrá que diferenciarse por izquierda, profundizando
las reformas que pongan fin a la intolerable desigualdad económica y social del
Brasil, a los estragos del agronegocio, a la depredación medioambiental, a su
vergonzosa regresividad tributaria y a las escandalosas ganancias embolsadas
por el capital financiero y los oligopolios durante los gobiernos petistas.
Cuatro y último, será preciso
para ello desandar el camino que, desde el 2003, desmovilizó al PT,
convirtiendo al otrora vibrante partido socialista de los ochenta y los noventa
en un espectro que vegeta en los recintos parlamentarios y los despachos de la
burocracia estatal. Ahora Dilma no tiene partido, y se podrá decir que tampoco
lo tiene Aécio. Pero éste tiene con qué reemplazar esa falencia: los
oligopolios mediáticos, totalmente jugados a su favor. El PT perdió la calle y
la pasión de un pueblo porque desde su llegada al gobierno cayó en la vieja
trampa de la ideología burguesa y el arte de la política se transfiguró en
gestión tecnocrática, mientras que aquella era denostada como politiquería.
Fatal error, porque a Dilma sólo la podrá salvar la política y no sus presuntas
aptitudes gerenciales. La mayoría electoral que Lula supo construir no logró
transformarse en hegemonía política: esto es, en una dirección intelectual y
moral que garantizase la irreversibilidad de los importantes avances
registrados en algunas áreas de la vida social pero que, a juicio de la
ciudadanía, fueron insuficientes.
Cambios que mejoraron la
condición del pueblo brasileño, pero que fueron no hechos con el protagonismo
del pueblo sino por un poder filantrópico que desde arriba desmovilizaba,
despolitizaba e inducía a la pasividad a cambio de la inédita generosidad
oficial. La actividad política era un ruido que alteraba la calma que requerían
los mercados para seguir enriqueciendo a los ricos. El PT en el poder no supo
contrarrestar esa estrategia, y ahora necesita repolitizar, en tres semanas, a
un sector importante del pueblo brasileño. Ojalá que lo consiga, ya que la
victoria de Aécio sería un desastre para América latina, porque liquidaría los
avances duramente conquistados en el Mercosur, la Unasur y la Celac, y Estados
Unidos contaría, al fin, con el Caballo de Troya perfecto para destruir desde
adentro el sueño de la Patria Grande latinoamericana.
*Publicado en Página12
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