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domingo, 1 de junio de 2014

¿ES NECESARIO TRAICIONAR A SCALABRINI ORTÍZ?

Imagen Tiempo Argentino
Por Hernán Brienza*

La semana pasada, cuando se cumplieron 40 años exactos de la muerte de Arturo Jauretche, escribí en este mismo diario una nota titulada "¿Es  necesario traicionar a Jauretche?". Hoy, debido a ciertos revuelos que armaron algunas de mis palabras, la voy a "emprender" contra el otro "pope" del pensamiento nacional, Raúl Scalabrini Ortiz, de quien el 30 de mayo pasado se cumplió un nuevo aniversario de su desaparición física. 

No hay en estas notas ni atisbo de espíritu iconoclasta, ni de desautorizar a los "padres fundadores" del ideario nacanpop, sino una invitación a atravesar con nuevas variables esa tradición ideológica argentina, pero que no desconoce raíces fuera de nuestra fronteras. 

Porque así como el nacionalismo aristocrático encontró sus fuentes en Charles Maurrás y en mi admirado Miguel Unamuno, es obligado decir que Scalabrini y Jauretche hundieron sus manos en las teorías económicas de Friedrich List, el alemán que a mediados de siglo XIX pergeñó el sistema de innovación nacional basado en el desarrollo de la siderurgia y los ferrocarriles. 

Y ni siquiera el nacionalismo revolucionario se permitió el lujo de prescindir de las teorías foráneas tomando como palanca al marxismo, al trotskismo y a los estructuralistas y frankfurtianos de mitad del siglo XX. Es decir, y esto hay que tomarlo como una ironía, ni siquiera el pensamiento nacional es "demasiado" nacional.

La semana pasada escribí que "no hay posibilidad de mantener viva una tradición sino es traicionándola. Quien repite una tradición, lejos de mantenerla viva, le echa tierra en su sepultura cristalizando formas vacías. El que repite no reflexiona. El que piensa se ve obligado a cuestionar, actualizar, traicionar aquello que ya fue pensado. Sólo piensan una tradición, se sienten parte de ella y la mantienen viva aquellos que la traicionan. El Peronismo hoy –y el Kirchnerismo como magma que lo mantiene caliente– debe traicionar al Pensamiento Nacional, debe cuestionar sus formas, sus condensaciones coaguladas, sus calambres. Y debe abrir nuevos diálogos con la modernidad, la posmodernidad, la liquidez, la pluralidad, la democratización de las sociedades, los medios masivos de comunicación, resemantizarse, complejizar los discursos y los conceptos, deslindarse de viejos maniqueísmos, adquirir nuevos significantes. 

El pensamiento nacional debe construir un nuevo mapa de referencias conceptuales –de hecho lo hace en baja intensidad, apenas perceptiblemente– que "traicione" de buena manera los viejos marcos teóricos del nacionalismo popular y del revolucionario de los años sesenta y setenta.

Muchos cultores del pensamiento nacional cuestionaron fervorosamente la palabra "traicionar". Debo reconocer que es fuerte, pero es fuerte, sobre todo porque, quizás fue un error, decidí no explicitar la operación metafórica de hacer jugar en tríada los vocablos "Tradición", "Traición" y "Traducción". Y allí se encuentra delimitado el delicado campo de batalla, en el "Traduttore Traditore" italiano. La pregunta, entonces, es ¿cuándo es necesario traicionar y/o traducir a los últimos exponentes del pensamiento nacional?

Traducir a Scalabrini Ortiz no es repetirlo marmóreamente. No es subir la foto del autor de El hombre que está solo y espera al Facebook, reproducir un texto completo en una revista o imitar su estilo literario. Traducir a nuestros tiempo a Scalabrini, a Jauretche, a Hernández Arregui, a Abelardo Ramos, a Eduardo Duhalde, Rodolfo Ortega Peña, Rodolfo Puiggrós y tantos otros intelectuales nacionales y populares desplazados implica también la posibilidad de traicionarlos, es decir, de no cumplir a pie juntillas las operaciones culturales que ellos hicieron.

Entrar en la danza de nombres de quienes mantienen o no la tradición nacional y popular es una tarea ingrata. Los nombres de aquellos que me vienen a la cabeza –José Pablo Feinmann, Horacio González, Norberto Galasso, Jorge Bolívar, Silvio Maresca, Alberto Buela, Francisco Pestanha, Mario O´Donnell y tantos otros que han partido en estos tiempos como Alberto Methol Ferré, Amelia Podetti o Rodolfo Kusch, en un abanico de "izquierdas, centros y derechas" que mantienen lo nacional latinoamericano como cuestión común–, lamento decirlo, han superado ya los setenta años casi todos. ¿Habla mal de ellos este dato? Y no. El paso del tiempo es uno de los peores flagelos a los que es sometida la vida. De lo que habla mal es de las generaciones posteriores.

"La gran deuda de las nuevas generaciones –escribí en mi nota del domingo pasado– es que todavía no han podido construir un conglomerado de ideas que conjuguen lo nacional con el siglo XXI. Aún no han podido matar a los maestros sagrados". 

Hay una larga serie de justificaciones para este problema. La amputación atroz que la dictadura militar realizó sobre el trasvasamiento generacional, el abandono sistemático de la "cuestión nacional" que realizaron los operadores culturales de los gobiernos de Raúl Alfonsín, Menem y Fernando de la Rúa y el cimbronazo que significó la emergencia de plagas ideológicas tales como "el pensamiento único", la "globalización", el "fin de la historia" y las caídas tanto del bloque socialista como del neoliberalismo.

¿Por qué es necesario traicionar/traducir a la actualidad al pensamiento nacional? Sencillo, porque ha pasado más de medio siglo de la última actualización doctrinaria, por decirlo de alguna manera naftalínica. Y para realizarlo, creo conveniente plantear algunas cuestiones concretas:

a) ¿Debe el Pensamiento Nacional seguir aborreciendo el ideario progresista en vez de tender puentes a sectores que pueden ser aliados estratégico en su discusión contra hegemónica? ¿Cuál es su relación con las pluralidades, los bastiones democráticos, los derechos civiles e individuales que forman parte del ideario liberal y que han sido asumido por los sectores populares? ¿Es posible tejer ententes con el "liberalismo político" que no se visualicen como conservadores ni reaccionarios?

b) ¿Qué hacer con el derecho de las minorías, con las cuestiones de género, los nuevos fenómenos culturales –los grafiteros, por ejemplo, la cumbia villera, el hip hop– las identidades supra e infra nacionales, la desarticulación de los imaginarios nacionales? ¿De qué manera articular el Estado–Nación con el inevitable continentalismo? ¿Qué lazos culturales, históricos, idiomáticos, religiosos sirven hoy para realizar esa tarea?

c) En 1910, Manuel Gálvez, en El Diario de Gabriel Quiroga, intenta buscar una misión –la construcción de una Patria– para resolver la crisis existencial del protagonista. Sesenta años después, Leopoldo Marechal, en Megafón o la Guerra, propone dos batallas –una celestial y una terrenal– como aventura intelectual para el personaje central de su novela. ¿Con qué aventuras espirituales debe lidiar hoy el pensamiento nacional? Luego del nacionalismo católico de los años 30, de la Teología de la Cultura, de los enfrentamientos teológicos de los setenta, de la aparición de un Papa argentino ¿qué rol ocupa el catolicismo en la construcción de la identidad nacional? ¿Y los diálogos inter religiosos? ¿Y las cosmovisiones de prehispánicas? ¿Qué hacer con los nuevos individualismos? ¿Las flamante formas familiares? ¿El hedonismo, la liquidez, la antipolítica y el descompromiso colectivo? ¿Cómo se dotan de sentido moral y dignidad espiritual las políticas sociales?

d) ¿Cómo dialoga el Pensamiento Nacional con la UNASUR? ¿Con la multipolarización? ¿Y con el posible ingreso al BRICS de la Argentina? ¿Cómo se logra evitar una reprimarización de la producción si se negocia con economías complementarias pero con una división internacional similar a la del siglo XIX? ¿Es posible pivotear entre Estados Unidos y el BRICS para poder agregar la mayor cantidad de valor trabajo a los productos primarios? ¿Cómo se navega entre dependencias actuales y posibles dependencias futuras? ¿Cómo se diseña un mercado interno que, al mismo tiempo, pueda exportar valor agregado?

e) ¿Es necesario diagramar una nueva teoría del Estado después del desguace? ¿Un nuevo debate constitucional? ¿Reelaborar estrategias hacia los sectores del trabajo luego de las profundas transformaciones que sufrió el mercado y el mundo del trabajo? ¿Y las herramientas políticas como los partidos, los frentes, los movimientos de base? 

f) ¿Cómo se logra una comunicación nacional, popular, democrática, moderna, sin caer en repeticiones asfixiantes de estéticas anquilosadas ni sobreactuaciones nacanpops culposas o tradicionalistas y reaccionarias que expulsen a millones de jóvenes cuyas realidades están tan lejanas del Reaggetón de Miami como de El Payador, de Lugones?

Estos son algunos de los puntos que, creo yo, deben volver a plantearse. Y faltan muchos otros, claro. Frente a estas cuestiones, poco y nada tienen que decir los pensadores nacionales y populares que vivieron y reflexionaron sobre la Argentina de hace medio siglo. Por eso es necesario traicionarlos y traducirlos. Porque ellos no están para hacerlo. Y no hay mejor forma de respetar la tradición que continuarla cuestionando. 

La presidente de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, lo dijo en su discurso, en la Plaza, del 25 de mayo pasado, cuando habló del gran desafío del siglo XXI: "el de estructurar el pensamiento nacional de las futuras generaciones". 

¿Y por qué hay que hacerlo? No se trata de una cuestión especulativa o simplemente teórica. Es una cuestión estrictamente política. Se trata de construir un marco teórico que pueda poner racionalidad, previsibilidad, coto a futuros desmanes y devaneos ideológicos del Movimiento Nacional y Popular en los próximos años. Que no sea todo posible. Que haya un costo para aquellos que quieran pegar un nuevo volantazo del Peronismo hacia el Neoliberalismo, por ejemplo, como ocurrió décadas pasadas.

*Publicado en Tiempo Argentino

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