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La inflación es el centro de las críticas a la política económica de
los últimos años. La discusión pública gira en torno de sus causas, su nivel y
cómo bajarla. Pero los cambios que produce en la estructura de precios
relativos casi no se tratan. Y es muy relevante que unos precios suban más que
otros o que lo hagan a distintos ritmos. En este sentido, la teoría más
repetida –la monetarista– nada explica.
Las variaciones de los precios
relativos son determinantes del esquema de incentivos a la producción. A su
vez, parte de las diferencias que se generan entre sectores da cuenta de las
relaciones de poder existentes y de la necesidad de una regulación pública
orientada en favor del desarrollo.
Redunda el lamento de que, como
resultado de la inflación, en nuestro país “todo está caro”. Es la paradoja de
altos salarios en dólares y bajo poder de compra. Se sabe que los alimentos
lideraron, por lejos, los aumentos de precios, que las tarifas de los servicios
públicos subsidiados quedaron rezagadas, que aumentó la presión tributaria y
que los sectores sociales postergados en los noventa recuperaron poder de
compra; no mucho más.
El deterioro de las estadísticas
oficiales y la dificultad de acceso a datos sobre la evolución histórica de
precios complica el seguimiento de los efectos distributivos de la inflación.
Desde el ámbito privado y académico tampoco se hicieron grandes esfuerzos de
investigación.
Una excepción es el análisis de
Pablo Manzanelli y Martín Schorr, publicado en Cash el 10 de marzo de 2013. Los
investigadores de Flacso observaron que “entre 2001 y 2010 los precios
mayoristas de las industrias oligopólicas se incrementaron el 8 por ciento por
encima del promedio industrial, mientras que las ramas fabriles con mayores
niveles de competencia aumentaron sus precios el 10 por ciento por debajo de la
media”.
Ese informe se circunscribe al
sector industrial que debe competir, en mayor o menor medida, con la
importación. Si bien la administración comercial moderó su crecimiento, el
monto en dólares de las compras externas de bienes de consumo e intermedios se
multiplicó por cuatro entre 2003 y 2013; sólo bajó cuando cayó el consumo
privado (2009 y 2012).
Ante esa competencia, los
aumentos de precios industriales –medidos en dólares– tienen un techo. No
pueden superar niveles que excedan significativamente los internacionales de
mercaderías similares más los costos para su ingreso en el mercado local (impuestos,
transporte y seguro). En consecuencia, la evolución de esos precios posee
cierta correlación respecto del comportamiento del tipo de cambio.
En cambio, los aumentos de
precios de los servicios no transables (son los que no se pueden importar o exportar
como los financieros, seguros, alquileres, seguridad, administrativos,
marketing, transporte y telecomunicaciones) sólo están limitados por la
competencia interna y la capacidad de la demanda de avalarlos. Por lo tanto,
frente a un aumento del consumo, pueden subir independientemente de la
evolución del tipo de cambio.
Cuando el tipo de cambio queda
retrasado respecto de la inflación, estos sectores se reposicionan en la
estructura de precios relativos. Por eso, cuando la cotización del dólar aumenta,
las industrias aprovechan que la competencia externa se encarece y buscan ganar
o recuperar terreno respecto de sus costos no transables.
En consecuencia, la medida de sus
aumentos luego de una devaluación no está explicada en un todo por la
incidencia del costo de sus insumos importados. Su límite está dado por
eventuales regulaciones estatales, por el nivel de la participación de su
oferta en el mercado interno y por la capacidad de la demanda de soportar las
subas.
El hecho de que los precios al
consumidor de productos industriales –en dólares– hayan llegado a valores mucho
más altos que en otros países tiene poco que ver con el costo industrial. El
precio que paga el consumidor está compuesto por costos productivos, de
servicios no transables e impuestos. De hecho, los precios locales al
consumidor son elevados tanto si los productos fueron elaborados en el país
como si son importados. Por caso, un estudio de la Fundación Pro Tejer, de la
industria de la confección, da cuenta de que el precio de venta, a nivel
industrial o de importación, de una prenda de vestir de marca y comercializada
en un local formal representa, como máximo, sólo el 18 por ciento del precio de
venta al consumidor. El restante 82 por ciento corresponde a costos no
transables, a la ganancia del comercializador y a impuestos. En una magnitud
levemente menor, este fenómeno se replica en el resto de los sectores.
Competitividad
En definitiva, el grueso de la
competitividad no se juega en el nivel de productividad de la industria, que es
clave en términos de creación de empleo y de potencial de aprendizaje y
desarrollo tecnológico. El problema de la competitividad se concentra sobre
todo en los mercados de menor competencia interna y externa, como el
financiero, el de las grandes superficies comerciales, el inmobiliario y el de
las telecomunicaciones, cuyas tarifas multiplican varias veces –en dólares– a
las internacionales.
La estructura de precios
relativos de los primeros años de la posconvertibilidad, donde los precios de
los productos transables (primarios e industriales) habían subido más que los
servicios no transables, era eficaz para incentivar la producción. Mientras
que, entre 2001 y 2006, el nivel general de precios mayoristas (transables)
trepó 168 por ciento, según el Indec, el IPC en el mismo período registró
aumentos del 50 por ciento en vivienda, transporte y comunicaciones, 53 por
ciento en educación y 63 por ciento en salud.
No obstante, la nueva estructura
de precios relativos tenía perdedores en la distribución del ingreso. Primero,
los jubilados con haberes de más de 1000 pesos (recibieron un solo aumento del
11 por ciento, contra una inflación del 91,2 por ciento, entre 2001 y 2006). En
segundo lugar, los empleados del sector público (sus ingresos subieron 33 por
ciento en el mismo lapso). Por último, los trabajadores no registrados (47 por
ciento).
Por su parte, las actividades no
transables, cuya venta depende exclusivamente del consumo local, habían sido
relativamente desfavorecidas en esos años. Con una demanda sin recuperarse
plenamente –el desempleo hasta 2006 se mantuvo en dos dígitos–, habían quedado
con una participación en el ingreso nacional más pequeña que en la
convertibilidad, aunque con un panorama más promisorio por la reversión de la
caída de sus ventas. Como ejemplo, la facturación de los empresarios
gastronómicos, en relación con la estructura de precios relativos de los
noventa, prácticamente se tenía que duplicar para adquirir la misma cantidad de
insumos.
Esto no significaba que los
sectores no transables tuvieran necesariamente una baja tasa de ganancia. Los
salarios –en muchos casos principal componente de sus estructuras de costos–
habían caído a su piso histórico. Si bien se iban recuperando, ese proceso
también generaba un incremento de la demanda, junto con la generación de
puestos de trabajo. Y, en la medida en que su actividad crecía, obtenían
economías de escala.
Esa estructura de precios
relativos comenzó a resquebrajarse a partir de 2007. Con tasas de desempleo y
subocupación que bajaron a un dígito, recuperado el poder sindical, disparadas
las primeras fuertes subas de los precios internacionales de los alimentos y,
en especial, con un consumo interno fortalecido por la recomposición salarial y
el intenso proceso de inclusión social, las empresas de servicios no transables
pudieron comenzar a aumentar precios en mayor medida que las de bienes
transables. Así, en un escenario de inflación más alta y con un tipo de cambio
que registraba sólo leves subas, los no transables fueron recuperando el
predominio que habían perdido cuando estalló la convertibilidad.
Como ejemplo de un fenómeno
general, con la suba del dólar en 2002, el precio del hilado de algodón llegó a
escalar 158 por ciento (levemente por debajo de los aumentos generales de los
precios mayoristas). Bajo la nueva estructura de precios relativos surgida en
los primeros años de la posconvertibilidad y hasta 2006, un kilo de hilado
costaba el equivalente a un envío de una caja desde la Ciudad de Buenos Aires
hasta Rosario. Luego del proceso inflacionario de los últimos ocho años, ese
envío vale 135 por ciento más que el hilado, casi como en los noventa, cuando
la industria desaparecía –el hilado subió casi cuatro veces y el flete ocho
veces y media–.
Este caso no es un hecho aislado
explicado por el aumento reciente del combustible. En 2002, un café en una
confitería de Palermo costaba alrededor de 1,80 peso, en 2007, alrededor de 3
pesos, y hoy vale cerca de 24 pesos. Un plan familiar de una empresa líder de
salud costaba 430 pesos en 2002; en 2007 alcanzó los 700 pesos y ahora un
servicio con similares características vale 3700 pesos. Una evolución parecida
se registró en el resto de los precios al consumidor, afectados por la suba de
los costos de rubros no transables.
Estructuras
La inversión insuficiente en
segmentos colmados y estratégicos, como las superficies de venta en áreas
densamente pobladas, con un sistema de transporte saturado, favoreció el
reposicionamiento de los sectores vinculados con la comercialización en la
estructura de precios relativos. Este fenómeno se expresó en el notable aumento
de los precios de los alquileres en las mejores zonas comerciales y agravó la
dispersión de precios.
La actual estructura de precios
relativos refleja graves desequilibrios, en detrimento de los bienes transables
que deben corregirse con mayor intervención pública en los mercados. La
reciente decisión de mantener los subsidios para el consumo industrial de gas
va en ese sentido. No obstante, existen, por lo menos, tres grandes diferencias
con el modelo neoliberal. Primero, los trabajadores y la recaudación fiscal
poseen una participación mayor en el alto ingreso de los no transables. Esos
recursos se vuelcan al mercado interno como consumo privado y gasto público, lo
cual sostiene una demanda interna robustecida. Antes las ganancias
extraordinarias en dólares de las empresas de servicios no transables se
fugaban masivamente y sin costos extras al exterior, las fábricas cerraban, el
desempleo abrumaba y los asalariados no podían reclamar subas.
Segundo, a pesar de los altos
costos internos, la administración del comercio exterior y las economías de
escala propias de un mercado interno ampliado permiten que la industria mantenga
los empleos creados en su etapa de mayor crecimiento (2003-2011). Sin embargo,
en la situación actual de precios relativos desfavorables para su actividad,
los márgenes de rentabilidad de las pymes industriales, asfixiadas por las
grandes empresas, son muy magros.
Tercero, los elevados precios de
los recursos naturales generan un ingreso extraordinario de dólares que
permitió un gran desendeudamiento, a diferencia de la convertibilidad, cuando
las privatizaciones y la toma de deuda externa había sido el combustible de un
modelo que hundió al país.
Estudiar los cambios en los
precios relativos es un paso elemental para saber qué sectores ganan con cada
modelo, cuáles pierden y sobre todo cuál es la matriz de precios relativos
consistente para fomentar el desarrollo productivo y la equidad.
Investigaciones públicas de este tipo enriquecerían el debate sobre qué
políticas se deben aplicar. A su vez, también permitiría dilucidar por qué
ciertos grupos de poder promueven determinadas políticas económicas y rechazan
otras.
* Economista de la Sociedad Internacional para el Desarrollo.
Publicado en Página12
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