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A Hugo Moyano lo acompañaban, sentados a su diestra y su siniestra –que
no es sólo un modo de decir a su derecha y a su izquierda, sino también una
primera pista de que en el lenguaje “común y corriente” late pimpante una
ideología– Luis Barrionuevo y Pablo Micheli. Era la conferencia de prensa
posterior al paro general del 10 de abril. El líder camionero, ante una pregunta
sobre la peculiaridad –por decirlo así– del espectro político que había
aglutinado, hizo una especie de chiste sobre “qué es la izquierda, qué es la
derecha”, encogido de hombros, como si de verdad no fueran nada, como un
Fukuyama con quince años de atraso. Hay algo que uno ha aprendido con el
tiempo, pero se puede aprender de otras maneras: cuando se niega la existencia
de la izquierda y la derecha, la batuta la tiene la derecha.
Empezaban los ’90 cuando desde
Washington y con apellido japonés, llegaban noticias sobre el fin de las
ideologías. Era el preámbulo del desembarco masivo de tecnócratas, CEOS y
consultores puestos a reemplazar a la política, de la mano de un tipo de
dirigentes fabricados como yogures con lactobacilos, que se presentaban como
“modernos”. Lo antiguo era ser de izquierda o de derecha, “sobreideologizarse”,
que era como se le decía a lo ideológico. Todo era un enorme centro corrido de
lugar, en eso consistía el Pensamiento Unico: en la materialidad de la falta de
partidos políticos dispuestos a alguna heterodoxia.
*Publicado en Página12
Se ha dicho –lo afirma el
académico brasileño Denis de Moraes– que el
neoliberalismo fue derrotado
políticamente en buena parte de la región hace una década, pero que en lo
cultural nunca retrocedió, sino que apenas debió hacerles lugar a otros
discursos a los que, no obstante, desde entonces intenta arrinconar nuevamente
en la impugnación o la supresión. Los conglomerados de medios son en la
actualidad el soporte de los grandes bastiones de la cultura neoliberal. Desde ese
foco discursivo neurálgico, hasta apenas unas semanas, se insinuaba a través de
columnistas y dirigentes del peronismo opositor, que “la gente” ya estaba
canchera y bien dispuesta para que le recortaran el salario. Burdos, puros ’90.
Pero como olas contrapuestas que terminan salpicando a los costados, la
principal consigna del paro general fue “No al ajuste”. Como si los dirigentes
que habían ensayado la hipótesis de que “la gente” ya está lista para otro
noventazo, respaldaran alguna candidatura en sus antípodas. Pero no, respaldan
la misma candidatura tras la que se alinea el principal sector sindical que
convocó a ese paro. Quizá sea, ésa, una señal de que incluso en la batalla
cultural el neoliberalismo ha debido retroceder unos casilleros. Quizá sea,
ésa, una grieta argumentativa en la que se puede observar una percepción
colectiva que probablemente derive de una memoria histórica reciente, en
relación con los únicos planes que tiene para este país parte de una oposición
que presenta credenciales en Washington y se perfila como el Mariano Rajoy que
hace dos años lanzó su memorable “haré cualquier cosa que sea necesaria, aunque
no me guste y aunque haya dicho que no la iba a hacer”.
Pasando en limpio: la última
vuelta de rosca del discurso político mediático dominante es un “No al ajuste”
moyanista o un Marcelo Bonelli acusando al ministro de Economía de “ortodoxo”.
Al mismo tiempo que se insinúa el borramiento de la izquierda y la derecha, el
giro en sí mismo es un falso corrimiento de la derecha hacia la izquierda:
ahora son ellos los luchadores contra el neoliberalismo, que es lo ellos mismos
representan. Es todo un poco alienante.
En la España que le daba salida
al socialismo porque de socialismo ya no tenía nada, hace un par de años, tres
investigadores de la Universidad Complutense y de la Universidad Rey Juan
Carlos –Gonzalo Abril, María José Sánchez Leyva y Rafael Tranche– publicaron en
el diario El País un artículo titulado “La ocupación del lenguaje”, en la que
describían cómo la derecha se encaminaba a la hegemonía cultural de la que aquí
supimos una década antes. En él describen y explican cómo la derecha usurpa
palabras y consignas que provienen de las luchas en su contra, y cómo generan
una ocupación del lenguaje.
Los investigadores señalan algunas
de esas estrategias de ocupación simbólica que tenían lugar en la España que en
2012 se acomodaba para recibir de lleno la crisis neoliberal que hoy la ahoga.
Aquí las conocemos. Llegaron hace mucho más tiempo que a España y todavía se
observan.
La creación y propaganda de
conceptos. Aparecen nuevas nociones que trazan nuevos mapas de la vida pública
y sus conflictos. Un derecho se vuelve “privilegio”. “Libertad” se une
semánticamente a “seguridad”. “Invertir en seguridad es garantizar tu libertad”,
era el slogan de la Bescam en Madrid. Se enmascaran las políticas de ajuste con
eufemismos como el de llamar “Plan de Garantía de los Servicios Sociales
Básicos” a un programa de recorte de servicios. Se imponen las muletillas, que
reemplazan a las argumentaciones, bajo la lógica de que “la gente” se aburre
“del cotorrerío” y quiere “sentido común”. A propósito, es un hallazgo de ese
estudio advertir que en una democracia nadie puede adjudicarse la portación del
“sentido común”, si por “común” no se entiende “ordinario”, sino “compartido”,
o “colectivo”.
La usurpación de la terminología
del oponente. Los investigadores afirman que “nadie es dueño del lenguaje, pero
las expresiones se adscriben legítimamente a tradiciones, relatos o identidades
políticas determinadas”. La derecha usurpa la terminología de la izquierda, la
contrarresta a su favor y la capitaliza con su poder de comunicación
hegemónica. “Cambio” es una palabra que ningún dirigente de derecha se priva de
usar.
La estigmatización de algunos
colectivos. Médicos, docentes, empleados públicos, estudiantes, desocupados: la
ocupación del lenguaje torna los antiguos derechos del Estado de Bienestar en
“privilegios” por culpa de los cuales “otros” se ven perjudicados. Los despidos
masivos son precedidos por la estigmatización de los trabajadores públicos.
“Desprestigiándolos se puede activar un malestar social basado en el rencor, la
envidia y el miedo, y socavar la reputación de lo público para justificar su
liquidación.” Citan a un empresario farmacéutico español, Grifols, que hace dos
años propuso crear centros de plasma para que los desocupados pudieran donar
sangre a cambio de 60 euros por semana. Como se recordará, en los ’90 hubo una
larga lista de casos de desocupados que intentaban vender sus órganos en un
clímax de desesperación.
Un método de argumentación basado
en la simpleza y la comprensión inmediata. Las frases cortas funcionan como
esquemas mentales y permiten su uso en la vida cotidiana, ya apropiadas por
parte del consumidor de discurso. Casualmente, los investigadores citan a la
presidenta del PP catalán, Alicia Sánchez Camacho, que en 2012, defendiendo
políticas de recortes, había dicho “No es una cuestión de izquierdas o
derechas, sino de sentido común”. En ese caso, como en los casos que nos ocupan
en esta latitud por estos días, la cuestión sigue siendo de izquierda o de
derecha, aunque atravesemos esta curiosa performance discursiva en la que el
zorro se pone la caperuza y grita “cuidado con el zorro”.
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