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domingo, 16 de febrero de 2014

LA BATALLA POR LOS PRECIOS

Imagen Tiempo Argentino
Por Roberto Caballero*

  Voy a ser franco. Me gustaría escribir una columna como esas que Elvira Lindo, o Almudena Grandes, o Rosa Montero, o Manuel Vincent publican en el diario El País de España. Retazos de la realidad descriptos con belleza a media lengua entre la sociología de estaño, la literatura elástica y una pincelada de periodismo. Tengo la intención, no me sobran ganas y el talento se los debo. Haber mirado unas horas de televisión después de un día de trabajo, enmudece a mis dedos ahora que los apoyo en el teclado. Les debe pasar a muchos. Fatigado de remar contra la sudestada apocalíptica de cada día, asombrado por la desmemoria que destilan los discursos circulantes, confirmo una vez más que el sentido común mezquino y pestilente que irradian los medios hegemónicos tiene el mismo efecto arrollador de la radioactividad, que invisible erosiona todo lo que encuentra a su paso. También mi voluntad de escribir.
 
Tuve que recurrir a Juan Gelman para conjurar esta súbita parálisis. Un poema suyo, llamado “Confianzas”, dice así: “Se sienta a la mesa y escribe / ‘con este poema no tomarás el poder’ dice / ‘con estos versos no harás la Revolución’ dice / ‘ni con miles de versos harás la Revolución’ dice / y más: esos versos no han de servirle para / que peones maestros hacheros vivan mejor / coman mejor o él mismo coma viva mejor / ni para enamorar a una le servirán / no ganará plata con ellos / no entrará al cine gratis con ellos / no le darán ropa por ellos / no conseguirá tabaco o vino por ellos / ni papagayos ni bufandas ni barcos / ni toros ni paraguas conseguirá por ellos / si por ellos fuera la lluvia lo mojará / no alcanzará perdón o gracia por ellos / ‘con este poema no tomarás el poder’ dice / ‘con estos versos no harás la Revolución’ dice / ‘ni con miles de versos harás la Revolución’ dice / se sienta a la mesa y escribe”. Y aunque no quiero hacer ninguna revolución, me siento y escribo lo que sigue:

A ver, superado el último intento de golpe de mercado iniciado en diciembre, el gobierno convoca a la sociedad a una batalla por los precios que tiene un doble carácter, aleccionador y estratégico. Hubo varias peleas así en la historia argentina. Con mayor o menor épica. Esta vez, desde la cadena presidencial, se habla con nombre propio de empresas, oligopolios y monopolios que con sus maniobras especulativas buscan desestabilizar las variables económicas del país. Esto sólo constituye una novedad.  Imposible que sucediera hace una década. La faena gubernamental es inédita. El desafío, impresionante. Aunque no es un calco, desde los tiempos de la 125 que no se veía algo así.

La convocatoria va encaminada no sólo a cuidar el bolsillo de los consumidores. Propone alterar cuatro décadas de abordajes ortodoxos, repetidos como mantras, sobre el problema inflacionario recurrente de la Argentina. Del éxito de la tarea, no sólo depende el poder adquisitivo, también la autoridad del Estado democrático frente a grupos concentrados que fragotean para desatar una espiral que sepulte la experiencia política kirchnerista -la de la última década, la que más los inquietó-, bajo sus escombros.

Los antecedentes no ayudan. Desde el retorno democrático, ningún gobierno que, en todo o en parte, con convicción o sin ella, haya desafiado el credo libremercadista que promueve el establishment local, resistió tanto como han resistido los tres mandatos consecutivos del kirchnerismo en la Casa Rosada. Raúl Alfonsín tuvo que ceder envuelto en las llamas de la híper en 1989. Fernando de la Rúa voló literalmente por los aires en 2001, cuando le estalló en las manos el presente griego del menem-cavallismo. Hay que decirlo: siempre se fueron corridos por los mismos, con idénticas situaciones de caos alimentadas por los dueños del poder, del dinero y de los medios de comunicación capaces de camuflar sus intereses con los del conjunto de la ciudadanía.

Ninguno de esos gobiernos elegidos por el voto popular logró subordinar a los grupos económicos a una estrategia de bien común, ni pudo insertarlos en una perspectiva nacional de largo plazo, ni evitar sus recetas económicas únicamente exitosas en fabricar exclusión y subdesarrollo. De Bernardo Neustadt hasta Tomás Bulat, de Alvaro Alsogaray a Domingo Cavallo, la inflación siempre fue presentada por sus predicadores como una catástrofe populista producida por el gasto excesivo y la emisión descontrolada. En síntesis, un castigo merecido por gastar más de lo que se produce. Como si se tratara solamente de un problema de orden técnico, de una sencilla y excluyente ecuación a medio camino entre el deber ser protestante y la matemática incuestionable.

Por sus consecuencias dramáticas para el grueso de la sociedad, repetidas en todas y cada una de las frustrantes situaciones donde se aplicó, hace rato que esta simplificación dañina debió haber pasado a la categoría de zoncera. Porque lo que se cuestiona del gasto público, en realidad, es la decisión soberana de un gobierno de invertir en áreas invisibles o de escaso y nulo interés para la idea de país que tienen los dueños del poder y del dinero, que no van a elecciones. Por ejemplo, el mercado interno o los jóvenes que no estudian ni trabajan.

Si el “gasto público” fuera destinado exclusivamente a subsidios que permitieran a las empresas cartelizadas convertirse en oligopolios y a estos en monopolios, dejarían de llamarlo “gasto” y hablarían de “créditos de fomento”, y mientras durara la plata se calificaría al gobierno de “exitoso”, “responsable” y “amigable con los mercados”. Pero cuando la plata comenzara a escasear, comenzarían a criticarlo y convencerían a sus funcionarios de la conveniencia de endeudarse, no para blindar las reservas, ni proteger las finanzas nacionales, sino para que los siguiera subsidiando bobamente. Y cuando también esos fondos se extinguieran, y la economía y el gobierno explotaran en mil pedazos, estos grupos habrían acumulado suficiente fortuna con destino de paraíso fiscal en el exterior. Así, bien acolchonados, sabiéndose indemnes, esperarían una nueva administración quebrada, a la que apoyarían con sus medios al comienzo, para que reiniciara un nuevo ciclo que los hiciera más, mucho más ricos que antes, en medio de las ruinas de la Nación y el empobrecimiento general de sus habitantes. Es como la Cinta de Moebius.

Este cuentito ramplón sintetiza la historia económica del país en sus últimas décadas. Permite entender también por qué hay casi un PBI completo de dinero argentino fugado, ausente, inmaterializado, de nuestra economía real. Soñemos un poco, un poquito, no cuesta nada: con 400 mil millones de dólares reinvertidos en la Argentina durante una década, no tendríamos el Sarmiento, sino diez trenes bala. No habría déficits en infraestructura, sino autopistas inteligentes que vincularían al país de norte a sur, de este a oeste. Los docentes no tendrían que hablar exclusivamente de salario, sino de las nuevas aplicaciones de las tablets para hacer más soportable su trabajo y más rápido y eficiente el aprendizaje de los chicos. Los jubilados no esperarían juicios eternos. Habría autoabastecimiento hidrocarburífero pleno. Los autos serían de fabricación nacional con un 100 % de componentes locales. Y además de soja en poroto, exportaríamos diez veces más de aceite embotellado. En fin, tendríamos un país más desarrollado, más justo y más parecido a Australia. No con un Tecnópolis, sino con veinte.

Pero esa plata no está.

Entonces, que se haya podido sobrevivir a la hecatombe del 2001, pagado deuda, aumentado salarios, incrementado la industria, creado 5 millones de puestos de trabajo, dos millones de nuevos de jubilados, creado la AUH, se exporte más, se invierta más en educación y hasta se hayan construido viviendas en esta última década confirma tres cosas: que Dios existe, que algunos seguimos trabajando porque no nos queda otra y que nuestro vapuleado país tiene un inagotable potencial regenerativo cuando hay proyecto nacional.

Todo eso se logró a pesar del PBI completo robado al esfuerzo colectivo por los fugadores seriales de divisas desde el ’75 para acá. Pero hace rato que los que no creen en la Argentina y se llevan la plata afuera nos explican cómo debería ser la Argentina que sueñan. Están en su derecho a opinar, claro que sí, el problema es que a sus planes les sobra un tercio de la población, es decir: su sueño es la pesadilla de la mayoría. Los ’90 lo demostraron. Así y todo, tampoco trajeron la plata cuando se aplicaba su receta: la relativa estabilidad y bonanza del primer quinquenio menemista se basó en las privatizaciones y el endeudamiento, no en la reinversión de capital de la élite política y cultural que sostenía el programa neoliberal de gobierno como la panacea, total la historia ya había acabado. 

Y hay un problema mayor por estas horas. Una especie de malestar desmoralizante que intoxica todas las relaciones sociales. Los industriales que no tenían industria y ahora la tienen se quejan, los jubilados que tuvieron congelado su salario durante una década protestan porque no les alcanzan los dos aumentos anuales, los que fueron estafados con los bonos ahora que los cobran en pesos y dólares creen que siguen siendo defraudados, los desocupados que no tenían trabajo ni salario ahora que tienen trabajo y paritarias se fastidian porque les parece que pagan muchos impuestos, los que antes eran manipulados con planes sociales clientelares hoy que no son esclavos de una organización se fastidian porque no se los actualizan como a los jubilados, los que exportan quieren una devaluación más grande y los que recibieron planes Procrear refunfuñan porque cuando van al corralón a pagar con los Evita no se los aceptan por temor a que sean falsos, además de llevarles los precios a las nubes. Ningún reclamo es injusto. El deseo no concretado moviliza a vivir. Pero la nitidez con la que se dimensiona lo faltante, ¿se aplica en idéntica dosis para mensurar lo trabajosamente conseguido en este país reconstruido a los tumbos? ¿En serio alguien supuso que el crecimiento sin disputa por la renta con los sectores concentrados de la economía solucionaba por sí solo la desigualdad de todos estos años? Crecimiento no es desarrollo. Y sin desarrollo, no hay torta real que repartir. ¿Y quiénes están en contra del desarrollo con inclusión? Los mismos que no quieren reinvertir para producir más, porque vendiendo los mismos productos a precios más altos, ganan igual. En el medio, se cargan el mercado interno, que no es un ente abstracto: es la sociedad y sus expectativas de mejora en la vida.    

La batalla por los precios es eso: una batalla. Pone en discusión esa idea de la inflación naturalizada por los sectores dominantes, que explica la remarcación señalando a un funcionario dispendioso o un descalabro monetario, cuando en realidad pasa otra cosa, y eso que pasa los cuestiona directamente a ellos. De todo lo que el kirchnerismo hizo en una década, no todo bien ni todo mal, que ahora se habla desde la tarima presidencial o desde la Secretaría de Comercio Interior, y de cara a la sociedad, lo que antes era sólo rumiado entre los académicos de la economía que no se habían resignado ante las verdades del mercado, es un hallazgo del presente y un legado fundamental hacia el futuro: existen formadores de tamaño inconveniente, agiotistas, comportamiento cartelizado, rapiña con primeras y segundas marcas, maniobras especulativas, captura ilícita de la renta, abusos sistemáticos y posiciones oligopólicas o monopólicas que alteran el sistema general de precios. No son distorsiones azarosas. Son un método de acumulación.

Se ve, sobre todo, en los productos de la canasta básica. Argentina es un país productor de alimentos. Podría alimentar a diez Argentinas. Sus habitantes, sin embargo, pagan esos productos más caros que un francés o un estadounidense. ¿Hay algo en la cadena que va del productor a la góndola que rompe con la lógica más elemental que dice que lo que abunda debería ser más barato que lo que escasea? Claro: toda una red invisibilizada dispuesta a elevar sideralmente su tasa de ganancia. El 14 % del precio final de un producto es la coima que paga en publicidad esa red de empresas a los medios del sistema para evitar ser mencionados y apuntar las responsabilidades de la inflación hacia el Estado, el gasto público y la emisión. El saqueo organizado sigilosamente por los gerentes no influye en nada: es la cantidad de pesos circulantes, el déficit del sector público y que Cristina no fue a Davos. Todo un despropósito. Por eso es interesante el plan de Precios Cuidados: expone como nunca antes a los que tenían garantizada la clandestinidad de sus prácticas.

Los chicos copian a los grandes. Hay una convención que alcanza a comerciantes menores, amasada en los ciclos compulsivos de transferencia económica de pobres a ricos por la propia híper o las megadevaluaciones (esas de las que los fugadores salen siempre intactos), que sostiene que hay que hacer un colchón por las dudas porque acá lo único eterno es el cambio de reglas, entonces también aumentan los precios por lo que puta pudiera. Es una certeza social, no por eso menos autodestructiva. Un salvataje individual, tributario no de un país, sino de una isla con millones de Robinson Crusoes.

La heterodoxia económica kirchnerista tiene una virtud. Sale de los dogmas y las convenciones, explora otras alternativas. Los resultados, más allá del malestar transitorio, son palpables. No construyó el Paraíso en la Tierra, sacó al país del camposanto y lo hizo andar. Nuevamente interpela a la sociedad. Asume la inflación. Hay un índice nuevo que la refleja y coordina con la percepción generalizada. Propone un método que elude el control de precios clásico: invita a los ciudadanos a vigilar un acuerdo que se extiende a todo el país. Explica la relación directa entre la depreciación de los ingresos y el aumento de los productos. A cosas más caras, menos vale el salario. Pretende crear conciencia. Y les pone caras a los responsables de la inflación.

Es audaz. Puede funcionar o no. Si funciona, Argentina habrá dado un salto formidable en materia de estabilidad sin aplicar recetas puramente ortodoxas. Por el contrario, si la batalla por los precios fracasa, nada bueno va a ocurrir. La historia es conocida. Varias generaciones de argentinos lo atestiguan con sus cicatrices.

Yo no sé si la Patria va a estar en peligro, como dice Carta Abierta. Sé que algunos le tienden una trampa. Un espejismo, un trompe l'oeil,  que oculta algo siniestro, muy parecido al abismo.

Entonces me siento y escribo.

*Publicado en Tiempo Argentino

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