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“El
kirchnerismo no es solamente una persona.” Lo afirmó la Presidenta en la
entrevista realizada con Jorge Rial. Un problema de salud de Cristina y
la implacable operación psicológico-política puesta en marcha por la
maquinaria mediática dominante hicieron que durante un par de días se
generara en el país un tenso clima político. La constelación
desestabilizadora mezcló aviesamente las barajas de la realidad y
retóricamente convirtió una dolencia real e importante de la Presidenta
en una muestra de debilidad política personal y en una crisis
institucional del país. Lo que de todos modos quedó muy claro es la
centralidad del liderazgo nacional de la Presidenta entre quienes la
apoyan tanto como entre quienes la resisten.
Pero la frase de Cristina seguía: “El kirchnerismo es una
construcción política que abreva en el peronismo pero incorpora también
otros sectores que se identifican con una visión del país y del mundo”.
No es exagerado decir que alrededor de esta afirmación, a su favor y en
su contra, circuló buena parte del debate político de estos últimos años
y que también a su alrededor se definirá la batalla política principal
en la Argentina actual. Mirando hacia atrás aparece claro que ya desde
la asunción de Néstor Kirchner se discute en el país si el kirchnerismo
tiene detrás suyo un sentido de época y una proyección futura o es algo
así como una forma circunstancial de conducción peronista y de gestión
estatal. En la actual coyuntura, el dilema encierra en su interior nada
más y nada menos que el futuro del peronismo, lo que equivale a decir la
configuración del sistema político argentino en su conjunto. El
cuestionamiento a la afirmación presidencial une significativamente a la
derecha y a cierto progresismo: el sentido que el kirchnerismo se
atribuye a sí mismo es pura manipulación ideológica, un simulacro
político; la esencia del kirchnerismo es un modo de ejercer el poder
–concentrador, arbitrario o directamente autoritario– y su relato es
pura demagogia para consumo de incautos, lo que, como se ve, no
solamente constituye un juicio sobre el liderazgo político sino que
incluye una descalificación intelectual de quienes compartimos el rumbo
del país en estos años. A partir de esta coincidencia transversal se
abren los caminos: para la derecha, el rostro real detrás de la
maquinaria es estatista, dilapidador y opresivo de la iniciativa
privada; para los progresistas opositores es conciliador con los
poderosos y políticamente conservador.
Claro que la definición de un fenómeno político no consiste en una
descripción, sino en un programa, en una estrategia hacia el futuro.
Cuando, por ejemplo, se habla del “significado” del resultado de las
primarias abiertas, lo que en realidad se abre es un cotejo de
interpretaciones formuladas en términos de proyectos políticos y no de
una supuesta correspondencia entre las hipótesis sobre ese significado
con la realidad. Finalmente, la realidad política no es otra cosa que
los resultados ocasionales de una lucha por imponer determinados
significados. Lo cierto es que el título del significado de las
primarias que pretende imponer la oposición mediático-política es el
“fin del ciclo”. Es una expresión que puede significar muchas cosas;
puede denotar simplemente la imposibilidad constitucional de una nueva
reelección presidencial y puede también ser la fórmula para la apertura
de una “alternancia”, es decir el triunfo de una fórmula opositora al
actual gobierno. El contexto en el que aparece la fórmula sugiere un
significado menos circunstancial, y más profundo como intención de
quienes la enuncian. Se habla de algo así como un “cambio de época” en
la Argentina, la clausura de una experiencia política particular, el
kirchnerismo. Así queda evidenciado cuando se habla del Gobierno como un
“régimen”, cuando se lo tilda de autoritario y de anticonstitucional;
una retórica que habilita múltiples estrategias de combate y formas de
desenlace, incluyendo las peores, pero que claramente no se limita a
impulsar un cambio de signo en el Gobierno, sino que procura situar al
kirchnerismo como un desvarío circunstancial de la política argentina,
provocado por la traumática experiencia de 2001. Es una interpretación
en términos de normalidad política; en esa normalidad el kirchnerismo
podría subsistir, en el mejor de los casos, como una corriente interna
minoritaria del peronismo o un espacio político hiperideologizado e
irrelevante. Lo importante, en todos los casos, es que sea clara y
definitivamente derrotado y esa derrota sea, además, un duradero
escarmiento para cualquier intento de recuperación de su agenda política
y simbólica desde el Estado nacional.
No se habla aquí de un significado unívoco del final de ciclo sino
de una interpretación hegemónica. Puede haber, y de hecho hay, quien
considera que la derrota del kirchnerismo abrirá paso a un “verdadero”
proceso de transformación nacional; es una forma algo degradada, propia
de los años del desencanto, de la añeja perspectiva de izquierda que
está esperando hace casi setenta años que se caiga el velo de la
demagogia peronista para que aparezca la verdad de la revolución.
Claramente, sin embargo, la línea principal de la resistencia
antikirchnerista es la de quienes impulsan el fin de la experiencia
“populista” y el regreso más o menos gradual según las condiciones, a la
normalidad de la toma de decisiones en manos de gente amiga de los
poderes fácticos. Los productos periodísticos del grupo Clarín son muy
claros a este respecto: utilizan todos los cuestionamientos contra el
Gobierno, vengan de donde vengan; se conduele de los progresistas
engañados por la demagogia, alienta los conflictos ecológicos y de los
pueblos originarios, pone en el centro de la escena a políticos
sedicentemente progresistas y a peronistas que claman por la
recuperación doctrinaria, con tal de que aporten a la pirotecnia
antigubernamental. Sin embargo, no parece difícil ni arbitrario
encontrar en ese ecumenismo del multimedios, una estrategia de desgaste y
desestabilización al servicio de los intereses de los grupos económicos
dominantes locales, de los cuales forma parte el propio grupo.
Fácilmente puede comprobarlo cualquier progresista o peronista: bastará
con un leve guiño favorable a la plena aplicación de la ley de servicios
audiovisuales para terminar con la buena disposición de diarios,
micrófonos y pantallas a su favor.
De modo que la frase presidencial es un programa. Porque lo que está
en discusión en la política argentina es la constitución histórica de
un sujeto político con el sello de la experiencia kirchnerista, lo que,
en otras palabras, implica la perdurabilidad de esa visión del país y
del mundo, de la que habla Cristina. Y el filo principal de la discusión
apunta al peronismo porque todo indica que la red social, estatal,
histórica y cultural que lleva ese nombre será decisiva en la resolución
del conflicto político principal, es decir la continuidad o no de un
proceso de reformas orientadas a la redistribución de los recursos, la
reindustrialización del país y su inserción soberana en el mundo a
partir de los procesos de integración regional y de la puja por la
democratización del orden mundial. En ese sentido es muy clara la opción
principal del bloque dominante: la fórmula más eficaz para dotar de
viabilidad y gobernabilidad a la “normalización” del país incluye
necesariamente la reconstitución del peronismo como partido del orden
neoconservador, algo así como el rearmado en nuevas condiciones de la
coalición social que sostuvo al menemismo.
Sergio Massa es claramente el principal portador de esa estrategia.
Después de las primarias, los medios dominantes impusieron, junto a la
idea de un fin de ciclo, la inminencia de una drástica recomposición en
el Partido Justicialista a favor del intendente tigrense y contra el
kirchnerismo. Lo que se viste de descripción es, una vez más, una
estrategia de lucha. Detrás de ese supuesto terremoto en las filas del
peronismo territorial estaría el escenario de ingobernabilidad, cuyo
trazado más fino empezó a esbozarse con el proyecto de imponer un nuevo
presidente de la Cámara de Diputados contra la tradición parlamentaria
de respeto a la primera minoría para designarlo. El cambio de escena en
el peronismo y en el Congreso se completaría oportunamente con la voz de
la calle como imprudente e irresponsablemente lo afirmó por televisión
cierto encuestador.
La realidad política de los meses transcurridos desde las primarias
no confirmó esas estrategias vestidas de análisis político. Tuvimos una
fuerte iniciativa del Gobierno en el terreno económico y social,
particularmente en lo tributario, un comportamiento previsible de los
bloques oficialistas del Congreso y una situación institucional bastante
impermeable a la guerra de rumores desestabilizadores: mientras se
desarrollaba la operación multimediática de fomento de la
ingobernabilidad, se aprobaba en tiempo y forma la principal de las
leyes que organizan la distribución de los recursos en el país, el
Presupuesto nacional. La visión del país y del mundo a la que se refiere
Cristina Kirchner no es un dogma cerrado ni una abstracción
intelectual. Es una praxis política que interviene en la vida de
millones de personas. Lo saben mejor que nadie los millones de personas
que han mejorado su calidad de vida y ensanchado sus derechos en estos
tiempos. Lo saben también, entre otros, los gobernadores de las
provincias a las que el Banco Mundial y cierta sabiduría economista
llamaban, en la década del noventa, provincias “inviables”. El
kirchnerismo no hubiera existido sin la memoria nacional-popular del
peronismo a la que enriqueció en la época posterior al derrumbe nacional
provocado por los años del neoliberalismo. A pesar de la profecía de
los poderosos, no es sencillo pensar en el futuro de esa tradición
política sin una presencia relevante del kirchnerismo.
*Publicado en Página12
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