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No
podríamos decir a ciencia cierta si la imitación como arte (o el arte de
la imitación) es el origen esencial de lo cómico. Reímos cuando vemos
un objeto descolocado inesperadamente de su función, o una acentuación o
quizás una disminución, en cualquier experiencia de costumbre que nos
sea vital. Reímos también cuando, a contramano de un esfuerzo para dar
forma a un acto solemne o delicado, escapa de ese intento un pequeño
detalle que arruina cualquier fórmula pomposa. La imitación,
habitualmente desdeñada en la construcción de lo cómico, nos pone frente
a un espejo implacable de donde sale un peligro máximo, del cual
también reímos. Ese tal o cual rasgo, que apenas sabemos de su
existencia en nuestra gestualidad o lenguaje, nos revela como siendo
otros. Ya se sabe que no es cierto que un espejo nos duplique dejándonos
en calma. El espejo –temible– nos hace otros y nos refleja para
intimidarnos o descubrir lo insoportable o gracioso que emana de
nosotros mismos.
Lo cómico deja siempre un sentimiento de fragilidad humana, de
crítica a la precariedad del mundo y de reconciliación con los defectos
más tremendos. Gracias a lo cómico, la vida en general, y en especial la
vida popular, ven al mundo como un conjunto de piezas que se convierten
en entidades ridículas en vez de fórmulas de dominación. Reímos para
hacer saber que la vida es también sus fallas abismales y contiene
nuestra opinión sobre la ridiculez de los otros, que con la carcajada
irreprimible hacemos saber que comprendemos, antes que juzgar y
castigar. Y además reímos espinozianamente, reímos sin reír, cuando en
la tensión de la historia callamos nuestra propia risa interna –que
funda nuestra conciencia– para contenernos antes de enjuiciar duramente
el mundo exterior que nos causa risa y lamento, pero lo entendemos como
parte de una realidad que nos incluye. La risa es un instrumento
superior de conocimiento. Nosotros mismos somos los risibles que con la
risa intentamos preservarnos.
La imitación que en estos momentos se está realizando, en un
programa de televisión, de la Presidenta de la República creo que no
forma parte de la gran tradición de la risa y de la comicidad que toda
sociedad democrática reserva a sus políticos. Más allá de si está hecho o
no con arte, pues la imitación es el mayor desafío del comediante –es
la mímesis, que representa al objeto original con otra originalidad que
incluye revelarlo en su profusión de rasgos inadvertidamente
reiterados—, la impresión que causa es la de un profundo ultraje. Parece
discutido en el gabinete de los guionistas de un sacudón institucional
antes que en una oficina de operarios del humor. Es una grave cuestión
que en la historia de la comicidad se asiente su igualación con el
ultraje. Lo cómico es la plaza pública, el medioevo bruegheliano, el
Chaplin que imita al burgués correcto como burla genial desde la lírica
lumpen, superior a cualquier oficio serio; es también el gesto
melancólico de Buster Keaton, el monólogo de un clown agonístico como
Tato Bores, donde la política es absurda, pero llama a los hombres a
rehacerse con la “risa del mundo”, es decir, con las frágiles
posibilidades que tenemos para cambiar las cosas, es la revista El
Mosquito, que no perdonó a Mitre, Sarmiento o Roca, y que los retrata
sin vileza, con el distanciamiento que la fina ironía del arte les suele
destinar a los hombres públicos.
Pero el humor político, que es un utensilio sarcástico de la
democracia —-como lo demuestra la revista francesa Le Canard Enchaîné–
tiene un desvío que suele ocurrir en épocas de duras luchas y tensiones,
porque se lo convierte en un instrumento de demolición del ser
político, hecho en sí mismo de rajaduras e incertezas. El humor
democrático revela, no profundiza la falla. Es generoso, no avieso.
Cuando lo cómico (que es de alguna manera el grado extremo de lo
ficcional) intenta convertirse en un reemplazo completo de la realidad,
el mundo político ya aparece juzgado en medio de una grave
transfiguración de espacios. Lo que mueve a risa en un campo (la risa
que nos permite una mejor conciencia de nosotros mismos y del mundo)
aparece como un envío injuriante si se lo pone en el espacio de un
supuesto “hablar serio”.
Esa confusión es riesgosa, reduce el nivel artístico de las
imitaciones y convierte lo que se quiere criticar en el acto de pobres
marionetas que en vez de revelar el vacío del lenguaje, que con un nuevo
tejido anímico podríamos recobrar, revela un sentido dañoso al deslizar
lo risueño, aun lo que roza el exceso –exceso que tiene el humor que
traspasando límites lleva a la lucidez—, hacia el territorio oscuro de
un goce en la destrucción de la figura representada. Imitaciones
despojadas de la felicidad del arte pueden hacer algo más grave que
debilitar la creencia pública en el debate común. Pueden agrietar el
mismo arte cómico, que nace en eras milenarias como forma de soportar la
adversidad del mundo. Y algo grave es que un sector de la vida cultural
argentina, que fue antipapal y ahora festeja los gestos de un papa –la
imitación que se hace de este personaje en el programa referido no carga
indicios de degradación– se base en la ficción cómica como único
soporte para argumentar en política. Generalmente fue al revés.
Pero de alguna manera la politología argentina académica decidió
comenzar sus murmuraciones teoréticas –por así decirlo– luego de decidir
que había, digamos, una facilidad, una invitación a abandonar el
pensamiento abstracto y crítico por un concreto cómico –las valijas,
etc.– que profesores presuntamente munidos de certificaciones y respetos
descubren ahora como entidades mundanas de gran nivel teórico, la
valijología o la valijolatría, desperdiciando la posibilidad tanto de
pensar en serio la corrupción, tema crucial donde no hay que equivocarse
cuando se fija un concepto de alto nivel de abstracción, porque es
precisamente operante en todo tipo de realidades que hay que desbaratar
con la ley efectiva y sus actos concretos. No teatrales sino
conceptuales, precisos y, al mismo tiempo, singulares en la acción. Otra
cosa es la escena tragicómica, que siempre fue la áspera forma de
redención con que las sociedades pensaban las inevitables obstrucciones
ajenas y propias que deben atravesarse. Escena que puede perder su
encanto cuando se transforma en un deseo de justicia mediática, forma
vertiginosa, vengativa y oscura de la justicia. Forma final revelada de
lo justo convertido en injusto.
Publicado en Página12
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