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La
economía del miedo ha ingresado en una nueva etapa esta semana. La de
debatir el porcentaje de devaluación de la moneda. Con experiencia en
shocks regresivos como secretario de Política Económica en el gobierno
de la Alianza, al participar del equipo económico que redujo el 13 por
ciento de los salarios nominales de empleados públicos y de las
jubilaciones, Federico Sturzenegger propone ahora ajustar la paridad
cambiaria en un 40 por ciento. Fue el más sincero del elenco de los
denominados economistas que saturan radios, televisión y diarios. El
zapping es abrumador: siempre aparece uno de ellos, y no es casualidad.
El resto, por ahora, sólo se anima a señalar que el tipo de cambio está
atrasado, sin atreverse a dar un número. Es una cuestión de tiempo. El
actual titular del Banco Ciudad ya rompió el fuego. Otro que puede
reclamar reconocimiento es Miguel Angel Broda: un precio del dólar,
aunque sea el llamado blue, finalmente llegó a 10 pesos, pronóstico dado
para el 2002, lo que le permite ocupar un lugar destacado en la
historia de los visionarios.
Hace varios años era con las cotizaciones bursátiles y luego con el
índice riesgo país. Ahora es con el precio del dólar comercializado en
el circuito marginal. La economía del miedo se alimenta de variables
financieras que agobian a una sociedad bombardeada con advertencias de
catástrofes por venir. El objetivo es disciplinar a la población para
que acepte situaciones que serían rechazadas si fueran ofrecidas en un
marco normal. Por ejemplo, una devaluación del 40 por ciento. El miedo
es el vehículo para condicionar el comportamiento colectivo. La meta es
imponer políticas impopulares, además de orientar expectativas sociales y
económicas en un año electoral.
La persistente mención del riesgo a la debacle, en este caso la
información de la cotización del dólar ilegal junto a la temperatura y
el estado del tránsito, va consolidando la economía del miedo. En ésta
intervienen situaciones traumáticas pasadas que abonan el terreno del
temor. En este delicado cuadro, el manejo de las expectativas juega un
rol fundamental para construir consensos sobre cómo se desarrolla la
economía. También para evitar el círculo vicioso de las exageraciones
con riesgo de fomentar la dinámica de la profecía autocumplida. Algunos
núcleos de la intelectualidad heterodoxa participan de ese juego sin
haber aprendido nada del pasado económico, de la historia reciente ni de
los factores políticos involucrados en el espacio económico donde se
dirimen intereses contrapuestos de sectores sociales.
En los noventa se convocaba el recuerdo traumático de la
hiperinflación para aplicar reformas devastadoras de derechos
sociolaborales y para facilitar la liquidación de activos públicos.
Después las advertencias fueron sobre el riesgo de salir de la
convertibilidad para justificar la aplicación de fuertes ajustes
fiscales con recortes del gasto público y de salarios y jubilaciones. En
este momento el turno es el de una brusca devaluación para aliviar “la
angustia de la gente”, como propone Sturzenegger.
La naturalización de operaciones en el mercado ilegal es uno de los
hechos más notables de los defensores de la República y de las buenas
costumbres. Su argumento preferido es que el dólar blue no es el
problema sino expresión de los desequilibrios existentes. La idea
principal que exponen es la de comparar la evolución del tipo de cambio
con el índice de inflación, cuestión que de por sí es complicada debido a
la pérdida de legitimidad del IPC Indec y del dibujo del indicador de
consultoras privadas. Pese a esa debilidad de los datos, no se inhiben y
arriban a la conclusión de que el tipo de cambio está atrasado. A
partir de ese supuesto van construyendo el escenario de la necesidad de
una fuerte devaluación debido a la inflación. Criterio que no se aplica
en ningún país cuando se habla del tipo de cambio.
Un artículo de Raúl Dellatorre, publicado en este diario el 30 de
marzo pasado, demolió ese argumento con datos duros, no con percepciones
o especulaciones políticas. Siguiendo esa lógica de tipo de cambio
atrasado por el aumento de precios domésticos (restada la inflación de
Estados Unidos, país emisor de dólares), calculó la paridad cambiaria de
países vecinos, exhibidos como ejemplos por los devaluadores seriales.
Comparando el valor que tenía el dólar en Brasil, Chile, Perú y Uruguay
en diciembre de 2002 y ajustando el valor de paridad en cada caso por la
inflación acumulada en diez años (hasta diciembre de 2012) por cada
país, los valores resultantes actualizados serían que Brasil debería
llevar el dólar a 6,40 reales y Uruguay, a 58,80 pesos. Las cotizaciones
actuales son 2,0 reales y 18,9 pesos, respectivamente, lo que
resultaría una corrección cambiaria de 215 por ciento en Brasil y 212
por ciento en Uruguay. El mismo ejercicio para Chile arrojaría un ajuste
cambiario del 107,6 por ciento y, en Perú, del 81,8 por ciento. “Es
decir cualquiera de estos países (también ocurre cuando la comparación
se hace con México y Colombia) estaría virtualmente en situación de
“atraso cambiario” mucho más grave que la Argentina”, sentencia
Dellatorre.
Una posibilidad es capitular ante una nueva corrida cambiaria (la
séptima desde 2007, en los meses previos a la primera elección ganada
por CFK) de una minoría privilegiada acostumbrada a dolarizar sus
excedentes sin importar la estabilidad socioeconómica. Otra es proponer
un debate sobre competitividad del tipo de cambio, donde miembros de la
heterodoxia entusiasmada con el desdoblamiento cambiario tienen la
oportunidad de participar en lugar de excitarse con el dólar blue.
Existen antecedentes de las consecuencias traumáticas de someterse a
golpes especulativos. El intento es abordar entonces la segunda opción.
El aspecto más impactante del análisis dominante en el espacio
público local es que, pese a que el peso argentino se encuentra en mejor
posición relativa en términos de competitividad que el resto de las
monedas de la región, se afirme con contundencia la existencia de atraso
cambiario. No sólo está en una situación más holgada en términos de la
evolución de los precios domésticos, sino también cuando se incorporan
otras variables en comparación a esos países. El desafío para quienes
postulan la necesidad de una devaluación para recuperar “equilibrios”
macroeconómicos es interrumpir unos pocos minutos la lectura de títulos
de portales de noticias y tratar de exhibir datos duros que permitan
debatir
- si el nivel de tipo de cambio real, si bien ya no se encuentra en
los niveles de 2003-2007, sigue resultando compatible con el equilibrio o
superávit en las cuentas externas;
- el saldo de la cuenta corriente se mantiene con saldo levemente
positivo, a diferencia de otros países de la región, por caso Brasil;
- el tipo de cambio en su versión multilateral como bilateral
respecto al dólar, cuando se ajusta por salarios, ofrece niveles mayores
que en los noventa;
- los mayores niveles de productividad laboral en la industria en
diez años, estimada en un aumento del 50 por ciento, mejoraron la
competitividad de la economía;
- la política de desendeudamiento exige una menor cantidad de
dólares para cancelar vencimientos y, por lo tanto, alivia el frente
cambiario; y
- la política de flotación administrada, con ajustes casi diarios de
la paridad es más eficaz que la política de apreciación cambiaria en
los países vecinos para evitar el atraso del tipo de cambio.
La mayoría de los devaluadores seriales desestimarán la tarea de
replicar cada uno de esos puntos porque les resulta más sencillo
postular que 10 es más que 5, lo que significa que 5 está atrasado, sin
otra consideración. Definición aceptada por algunos por ignorancia y
otros muchos por ser parte de la militancia entusiasmada en llevar a la
práctica la doctrina Sanz.
*Publicado en Pagina12
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